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La micro casi se me pasa, pues venía
‘rajada’ y en segunda fila. La Avenida Errázuriz parece una pista de carrera a
cierta hora del día, por lo que hay que estar muy atento para que el chofer te
vea. La hice parar agitando desaforadamente
los brazos, suerte que me vio.
Apenas
subí, noté el aire enrarecido. Pagué y pasé buscando con la mirada, pero
no vi nada anómalo. Me acomodé en el asiento delante de la pisadera, casi al
fondo, y desde allí miré hacia los
escasos pasajeros, no más de cinco, que estaban desperdigados a lo largo y
ancho del microbús. Dos asientos adelante, en uno y otro, frente
a frente, (qué curioso) una chica y un
chico conversaban. Él, vestido informal; ella,
un trajecito dos piezas, típico de las oficinistas o secretarias. Atrás,
al lado del pasillo, un señor con pinta de europeo alpino, a juzgar por el
sombrerito tirolés que le cubría parte de la cabeza, dejando ver su cabello
cano, rasgos duros, lentes ópticos, mantenía su mirada fija en el conductor. En
el asiento reservado para adultos mayores, minusválidos y mujeres embarazadas,
una señora ya madura, de la cual solo alcanzaba a ver su rubio cabello
ensortijado, se veía decente, le enrostraba no sé qué.
Escuchaba solo retazos, por lo que agucé
el oído:
- ¡Me
indigna la indiferencia de ustedes, los choferes – gritaba la señora, parada
mirando como en espera de cierta solidaridad de los escasos que ocupábamos el
bus.
- ¿Qué
culpa tengo yo, señora? – se defendía el chofer.
- ¿Cómo
no? Si un colega suyo pasó de largo y no paró. Llevo esperando media hora.
- Ya,
¿y? ¿Le paré o no?
- Porque
me puse en el medio de la calle o si no sigue de largo – insistió la mujer. Y
si uno de sus colegas me atropella. ¿Quién responde?
- No
reclame, po’ señora, si ya está arriba. Le paré y va sentada. ¿Qué más quiere?
- Que
se disculpe, pues señor, si llevo esperando tanto rato.
- No
me eche la culpa po’. Ni sé quién va adelante mío.
Y así seguía el diálogo entre sordos;
cada uno firme en su postura, culpando al otro. El bus, en tanto, se desplazaba
por la Avenida España, pasando de una pista a otra con singular rapidez. Había
que afirmarse de los pasamanos con una mano y del borde del asiento con la otra
en cada curva; Barón, Portales, con su aroma inconfundible que se siente a
cuadras, Yolanda (nunca he sabido el origen del nombre) , la Escuela Industrial
quedaban atrás raudamente:
- ¿Sabe
señora? Cállese, mejor. Voy manejando y ya me está sacando los choros del
canasto.
- ¿Por
qué me voy a callar? Ni mi marido me hace callar y lo va a hacer un mugroso
chofer.
- ¡Oiga,
señora¡ ¿Sabe? ¡Usted está ‘piteá’!
Todos miramos al sector donde surgió el
llamado de atención; los chicos suspendieron su animada charla y se dieron
vuelta. Era nada menos que el alemán, que salió de su proverbial mutismo para
intervenir en la discusión. Y con mucho acierto, pues noté que el chofer cada
vez encendía más su ánimo y hacía grandes esfuerzos para no parar la máquina y
echar a la señora a patadas.
Fue santo remedio. Ninguno de los dos
siguió con la pelea: la señora se acomodó en el asiento, en tanto que el
conductor encendió el radio. La calma se restableció, mientras se dejaba oír la
conducción de “La hora del taco” de la Universo. ‘Luna de miel’ de Virus
reemplazó al bullicio anterior y todos felicitamos en nuestro fuero interno al
alemán que intervino justo.
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