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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

‘El billete de gamba’




Cerca de donde vivía, allá por la calle Clave, había una casona que servía de centro de operaciones del Ejército de Salvación. Por ello, se acostumbró desde niño a los uniformes azules y a los indigentes, aunque nunca los relacionó.






Pasaba por su frontis y siempre veía entrar y salir individuos de apariencias indescriptibles que, años después, definiría como provenientes de ‘La Corte de los Milagros’, mezcla de mito y realidad del que hablan numerosos escritores, pues sus palabras – limitadas en ese entonces – no le daban espacio para precisarlos: desharrapados, barbados, miradas gachas y torcidas, algunos contrahechos, enfermos, pero siempre con la mano estirada y el gesto dolido, igual como el mendigo que se sienta frente al ‘Líder’ de Avenida Pedro Montt y Rodríguez - allí mismo donde manifestantes quemaron una casa y a un guardia municipal el año pasado -, que, según el quiosquero,  ‘se fuma dos cajetillas de cigarrillos diariamente’.  Es un espectáculo observarlo algunos minutos, pues su expresión parece ensayada meticulosamente, es tanta la coordinación de gestos que si no lo conocieras, te sentirías tentado a llevarlo a tu casa y pasarle el mejor dormitorio, servirle un banquete, darle un vaso de bon vino, como decía Gonzalo de Berceo en ‘Los Milagros de Nuestra Señora’, acomodarlo en el sillón mullido de tu ‘living’, luego de haber hecho que lo bañaran y dado ropa limpia, y encender el televisor para que se solazara con ‘El precio de la Historia’, ‘Cazadores de tesoros’, ‘Comida exótica’ o, lisa y llanamente, que viera la teleserie de moda ‘Perdona nuestros pecados’ en la que el cura joven se enamora de la chica estudiante de falda hasta más abajo de la rodilla, en la conjunción de un amor prohibido que a muchos atrae cual imán irresistible, pero que solo trae perjuicios, cabe decirlo, más allá de la satisfacción del desafío cumplido de ‘lo pude hacer’.



Cierto día, como es usual cuando se es chico, su mamá lo mandó a comprar pan para la once. Le pasó un billete de cien pesos, una ‘gamba’ en el lenguaje de barrio, sermoneándolo con hartas prevenciones:




-       ¡Por ningún motivo te quedes con tus amigos en la pileta! (sin querer apareció fugazmente en su memoria el episodio de la azúcar rubia, narrado hace algún tiempo). Y cuidado con el vuelto. 
-       No te preocupes, mamá. Ya aprendí la lección (aunque sabía que era más verso que realidad, pues después de esa se había mandado varias más, todas ocultadas hábilmente a sus papás, ya que el recuerdo de los correazos en sus piernas aún duraban).


Pegó un portazo a la recia hoja de madera que separaba su hogar de la calle y se encaminó esquivando a puros saltos de sus ágiles piernas de niño  los mojones de perro que perlaban su calle, una calle de esas típicas del Puerto, zigzagueantes cuales víboras que se pierden allá donde el cielo azul se junta con las cumbres de los cerros, por donde el agua de las lluvias se desliza ruidosa y avasalladora hacia el plan, embetunando con barro viscoso todo a su paso y arrastrando bolsas, trozos de madera y cuanto desperdicio lanza el porteño malhadado fuera de su territorio.


-       Buenos días, señor... – saludó como le habían enseñado desde chico. 
-       ¡Hola,...! – respondió el almacenero - ¿qué te mandaron a comprar? 
-       Pan, medio kilo, por favor. Tres batidos y dos hallullas (usted debe saber que un santiaguino se reconoce porque llama ‘marraqueta’ al batido, ¿cierto?)



Luego de pagar con el mentado billete rojizo, recibir el vuelto y las prevenciones del almacenero por la pequeña fortuna que llevaba en la mano, se dirigió corriendo hacia su casa, prometiéndose no mirar a la pileta por si estaban sus amigos, no fuera que las palomas le comieran el pan y se llevara unos correazos nuevamente.


-       Chico, ¿adónde vas tan rápido?


Se detuvo abruptamente ante la pregunta. Se dio vuelta y vio a un hombre mayor – a su edad todos eran mayores – que lo miraba fijamente. De pie se veía muy alto, algo encorvado. Vestía un paletó azul oscuro, una camisa cuadrillé y pantalones arrugados. Miró sus bototos, con cordones a medio anudar y deshilachados. Desconfió inmediatamente, recordando los consejos de sus padres (nunca hables con extraños), pero la expresión del hombre lo intrigó. Miraba detenidamente un envoltorio que llevaba en sus manos. Le contó que tenía unas cosas interesantes que quería mostrarle; le pidió que abriera la mano que llevaba empuñada y tomó sin esfuerzo el montón de monedas, mientras le decía una y otra cosa pasándole el envoltorio que llevaba, recomendándole que lo abriera en su casa, que allí no, porque se lo podían robar, porque había mucho dinero y él se lo quería regalar. El trueque se hizo rápidamente, sin violencia. Luego, el hombre dio media vuelta y se dirigió a la casona del Ejército de Salvación desde cuya entrada le hizo una seña de despedida, alentándolo con un repetido ademán a continuar su regreso a casa.



Corrió agitando la bolsa del pan. Le explicó alborozado a su mamá, mientras le pasaba el paquete en el que se divisaban unas puntas de colores que semejaban billetes. Al abrirlo cayeron al suelo unos rectángulos, simples papeles pintarrajeados de azul y rojo, en medio de su asombro y de la consternación de su mamá. Se deshizo en explicaciones, que el hombre lo convenció, que solo quería darle el dinero a su mamá, que nunca pensó que lo harían leso, que no sabía, que esto y lo otro, mientras las lágrimas acudían incontenibles a sus ojos de niño, pensando en que sería la vergüenza de la familia, de sus amigos, de todo el mundo que se enterara de la historia. En ese momento solo pensó en esfumarse, desaparecer en medio de un torbellino de viento y no ver nadie.



Apareció su padre, le preguntó detalles y partieron corriendo, quizá el huevón estaría dando vueltas por allí, decía, mientras blandía un uslero en su mano derecha, dispuesto a dar curso a su ira, su niño había sido engañado por un vagabundo, no lo permitiría, qué se habrá creído.



Corrieron por las calles cercanas, entraron a la casona del Ejército de Salvación, preguntaron a la señora que estaba detrás de un desvencijado escritorio,  a los dos o tres indigentes que allí había, al señor que hacía el aseo, pero nada, nadie supo decirles algo.



Se devolvieron en silencio, cabeza gacha, sin mirarse, uno apenadísimo, el otro desalentado, sin reproches, sin recriminaciones, solo en silencio. Ese día en su casa se respiró dolor.



Nunca más lo vio. Hoy, años después, aún espera encontrarlo, porque sabe que la venganza tarda pero llega. Y si no pasa, la vida se encargará de él. O quizá ya se encargó.



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