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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Extraída de Google. El Español
Mi perro se llama ‘Peluche’. Mi papá le
puso ese nombre, porque cuando llegó a la casa, cachorro, le puso un collar
rojo y lo dejó sobre un sillón. Ahí se quedó apoyado en su trasero, quieto,
quizá asustado, quizá reconociendo la que sería su nueva familia.
Llegó una tía y al verlo exclamó: - ¡Qué
lindo el peluche!
Mi papá le explicó que era real, que se
lo había regalado a mi hermana chica y que se había sentado allí, quietecito,
como al acecho, con sus ojos grandotes, fijos en quienes entraban, como
queriendo pasar inadvertido o jugando ‘a la momia un, dos tres’. No sé.
‘Peluche’ creció en medio de nuestra
familia, que lo colmó de besos,
caricias, calor y comida.
Travieso, hacía hoyos donde no los había
y tapaba los que había. Debíamos ser equilibristas y aguzar los sentidos para
no pisarlo o apretarlo con las puertas. Cuando llegaba mi hermana, sus piques
eran propios de los mejores autódromos, mientras nosotros reíamos con sus
volteretas.
Cierta noche, debía preparar una
exposición oral, por lo que me puse en busca de mi ropa. Encontré unos
pantalones negros, una camisa blanca y una corbata azul. Era lo único que
tenía, pues cuando se es estudiante, las propiedades más preciadas son unos
jeans, unas cuantas poleras y zapatillas.
Días atrás, había gastado buena parte de
mi escuálido sueldo en un par de zapatos negros. Cuando vi el precio, me dije:
- Me compraré algo bueno, para que me dure. Cincuenta ‘lucas’ se me fueron en
la adquisición, pero mi alegría sería inmensa
cuando mis compañeros me vieran con los flamantes zapatos. Cada noche
los sacaba, miraba, remiraba, olía, me los probaba, anudaba y desanudaba los
cordones, pasaba las manos por el lustroso cuero, legítimo, no plástico ni
imitación como los que había tenido, casi como en un gesto de adoración.
Previendo cualquier cosa, qué sé yo, los
había dejado en su caja, envueltos en ese papel que es casi de seda, debajo de
mi cama, en espera de la ocasión de estrenarlos.
Esa noche los busqué. Ceremoniosamente,
casi con suavidad, tanteé bajo la cama en espera de encontrar la dura
superficie de la caja. No la hallé. Seguí tanteando, quizá se había corrido al
centro. No estaba.
Temiendo lo peor, me erguí rápidamente y
comencé a tirar las cosas del clóset. Nada.
Fui al patio, no sé por qué. Creí
escuchar los sermones de mi mamá -¡Te he dicho que ordenes tu ropa! Nunca le
hice caso, de lo que me arrepiento: mis zapatos estaban destrozados por
‘Peluche’. Los talones estaban arrancados a mordiscos, sin cordones, las
plantillas afuera y rotas. Un desastre. Irrecuperables.
-¡Peluche! – grité en el colmo de la
ira. Verlo y seguirlo fue un solo acto. El cachorro, intuyendo que se le venía
algo grande, huyó a cien, mientras gemía.
Estaba a punto de alcanzarlo, preparando la pierna derecha para darle una
buena ‘chuleta’ en el trasero o donde lo pillara, cuando mi hermana se cruzó,
lo agarró y se encerró con él en el baño.
Media hora los dos adentro. Yo, afuera,
resoplando, enardecido, reclamando contra el perro huevón que me había comido
los zapatos nuevos.
Hoy, años después, miro a ‘Peluche’ y no
echo de menos a mis zapatos. A él sí lo hubiese extrañado.
Gracias a Dios, no lo alcancé.
Derechos
reservados. ©
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Un fuerte abrazo :-)