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Era
carpintero en aluminio. Sin hijos, se daba maña para trabajar de lunes a
domingo, pues la situación no era buena. Y – se decía – si quieres vivir bien
dentro de lo que se puede, hay que darle nomás.
Su
señora pertenecía a la iglesia evangélica del barrio. Todos los domingos se
despertaba temprano, se acicalaba y desayunaban juntos, luego de lo cual cada
uno partía en direcciones opuestas: ella a la casita de humilde madera y él, a
su tallercito que distaba algunas cuadras.
Mientras
sorbeteaban el dulce y caliente tecito y masticaban lentamente el pan tostado
con margarina y mermelada, ella se dejó caer con la propuesta:
Silencio.
Ella repitió la pregunta, sabedora de la
renuencia proverbial de su marido a acompañarla en sus actividades religiosas:
Luego de un largo silencio, a
regañadientes, Luis aceptó. No le gustaban los ceremoniales de ningún tipo; es
más, no profesaba religión alguna, salvo el ritual de ir a su tallercito,
aunque lloviera. Allí, en medio de sus herramientas, gozaba como un niño en
medio de un charco de agua.
Caminaron del brazo unos cuantos metros
por las veredas disparejas, en medio de los saludos de los perros del
vecindario. La iglesia de la población era una construcción rústica, cuyos
tablones celestes destacaban en medio de los multicolores de las casas vecinas.
Un cartel coronaba el dintel. Se leía ‘Templo de...’
No bien entraron, los cánticos se
adueñaron de sus oídos. Luis solo miraba el entusiasmo de los feligreses y se
prometió guardar todo en su memoria para contrastarlo con las imágenes de su
infancia en un colegio católico.
Ya terminado el oficio, su señora lo invitó
a compartir un desayuno con que acostumbraban cerrar el servicio dominical, lo
que Luis aceptó casi sin resistencia.
Se acomodó en un rincón, con la taza en
una mano y unas galletitas en la otra, en tanto su señora conversaba
animadamente con los asistentes, desplazándose en todas direcciones. Miraba cohibido a todos lados, pues se sentía
intruso en medio de tanta gente con convicciones. Él, cuya única creencia era
en la fuerza del trabajo, detestaba perder tiempo en estos rituales.
De pronto, escuchó muy cerca de sus
oídos:
- Luis, da el dinero que tienes en el bolsillo
derecho a quien yo te señale
Miró a todos lados disimuladamente, porque
pensó que alguien le estaba tomando el pelo. Nadie lo observaba.
La voz, dulce y profunda, se repitió:
- Luis, da el dinero que tienes en el bolsillo
derecho a quien yo te señale
Volvió a mirar, por si había algún
parlante cerca. Nada. Todos los asistentes, numerosos, conversaban
animadamente. Nadie le prestaba atención.
Repentinamente, su mirada se detuvo en
una mujer joven, al otro lado del salón, que miraba con fijeza al suelo. Su
rostro denotaba pesadumbre. Mientras en su mano izquierda sostenía un tazón, su
mirada se cruzó con la de Luis. Fue una fracción de segundo.
Sin pensarlo, como cediendo a un
impulso, se dirigió a ella, mientras se palpaba el bolsillo derecho.
La saludó y le habló a borbotones. Que
no la conocía, que la había visto del otro lado, que solo le iba a entregar
algo, que no se ofendiera, que no quería nada a cambio, que solo obedecía a...,
y aquí se calló. Solo atinó a pasarle el billete de diez mil pesos que no sabía
cómo había aparecido en su bolsillo derecho, el mismo de la orden.
La mujer lo miraba sin comprender; sus
ojos se humedecieron, mientras su mirada iba del rostro de Luis hacia el
billete.
Lo abrazó, fuerte y cálidamente. Le
murmuró que estaba desesperada porque debía comprarle leche a su hija y no
tenía dinero. Había pedido un anticipo en su trabajo en una tiendecita por allí
cerca, pero no se lo dieron. Que su ayuda – musitó – había llegado del Cielo.
A la salida, su mujer le preguntó
intrigada por qué se veía tan feliz. Le respondió que en la casa le contaría,
además de prometerle que no faltaría ningún domingo.
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