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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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¿Quién
no ha recibido, sea en oficinas públicas –donde más se observa -, comercio,
educación, salas de clase, movilización colectiva y hasta en hospitales, un
trato que llamaría indiferente? ¿Quién no ha escuchado, visto, oído, la displicencia hecha carne en el lenguaje,
presentación personal, saludo, cortesía, tareas recibidas, muebles armados,
compraventas varias y otros incontables menesteres propios de nuestra vida
contemporánea?
Es
lo que llamamos displicencia,
referida a un notable desgano e indiferencia en el contacto personal, que se
demuestra no solo por la falta de saludo inicial – o uno desabrido y soso, más
por compromiso que por alegría de vivir – sino por una inercia que disgusta,
conmueve e incluso indigna, dando ganas
de remecer física y sicológicamente al autor de tal actitud. También se advierte cuando vemos
remolones, acobardados e ineficientes individuos que pululan a nuestro lado y
de los cuáles nos preguntamos íntimamente ¿llegaron allí porque no quisieron o
no pudieron hacer algo más interesante de sus vidas?
Alejado
mi comentario está del sesgo socioeconómico, pues para entender las vidas de las
otras personas – sus fracasos, éxitos y limitaciones - hay que conocerlas
profundamente; lo que remarco es que cada cual está en el lugar que se
construyó, ya que dicen que la suerte – buena o mala – solo existe en los
juegos de azar, el resto es autoría del constructor, es decir, mía.
“El
Alquimista” y “El Principito”, por ejemplo, son pródigos en consejos, todos los
cuales apuntan a que el Universo colabora cuando tienes buenas intenciones, más
allá –obviamente – del Mal que te acecha y ataca, lo que no es responsabilidad
tuya, pues si el Bien se impusiera siempre, y a la primera, la vida sería más
simple.
La displicencia se manifiesta, entre otras
situaciones (y la menciono
interesadamente, pues me desagrada), cuando saludas y la otra persona te
ignora derechamente o te saluda mirando al suelo, como si te hiciera un favor
por replicarte con sonidos guturales; también aparece cuando le preguntas ¿cómo
estás? y recibes un frío - Bien (dónde
quedaron las –Muchas gracias. ¿Tú?) En realidad, debiéramos agradecerles por
darnos la oportunidad de saber cómo se encuentran, total, nosotros somos los insignificantes
(ironía punzante).
Otro
– y este golpeará con rudeza a algunos de mis “amigos” de Facebook: como todo
usuario educado, te das el trabajo de saludar a los que están de cumpleaños,
¿cierto? ¿Qué recibes de respuesta? Un simple comentario masivo de agradecimiento
del festejado, publicado en su Muro; es decir, date por enterado y no hay más. Tengo,
por el contrario, contactos muy populares y queridos que se dan el trabajo – es
decir, no son displicentes – de responder
a cada uno de los que escribieron un mensaje de felicidades. ¡Así se hace!
Como
muestra de solidaridad hacia los que han (hemos) sido objeto de este desprecio,
es que dedico mi comentario a la displicencia.
Displicencia. (Del lat. displicentĭa). 1. f. Desagrado o
indiferencia en el trato. 2. f. Desaliento en la ejecución de una acción, por
dudar de su bondad o desconfiar de su éxito.
Sinónimos:
desdén, apatía, desprecio, indolencia, incomprensión, indiferencia.
Incluyo
un extracto de “La última niebla”, hermosa novelita de María Luisa Bombal,
escritora viñamarina, que inició el Superrealismo en América.
“Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el
parque, los bosques, empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y
ante mis ojos. Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que
puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta.
Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.
Llega el día de nuestro décimo
aniversario matrimonial. La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe
y Regina, cuya actitud es agriamente censurada.
Como para compensar la indiferencia en
medio de la cual se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de
abrazos, de regalos y una gran comida con numerosos brindis.
En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la
mía. Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz alta.
Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.
Sucedió este atardecer, cuando yo me
bañaba en el estanque. De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y
el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que
un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo
parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente,
donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo
exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas
caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros
negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se revuelven
miles de criaturas atolondradas y escurridizas.”
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