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Me
subí al colectivo en dirección a mi casita; en los asientos traseros se sentaron
dos señoras, madre e hija, que dialogaban (¿dialogaban escribí? Rectifico:
gritaban) acerca de diversos tópicos. Atrajo mi atención el siguiente
comentario:
- “Le
mandó una foto - decía la hija.
- ¿Era
feo? – inquirió su madre, con voz gastada.
- No
solo eso. Era negrito – susurró esta última afirmación, como temerosa de ser
escuchada.
- ¿Cómo…?
– Me callo el nombre que señaló por respeto a mis lectores.
- Más
o menos, replicó su madre.
Ante
el diálogo tan sabroso, quise saber el aspecto de las féminas, por lo que,
mientras continuaban su conversación, sutilmente volteé mi cabeza para utilizar mi
vista periférica – que uso de manera eximia, y lo que pude divisar me hizo
sonreír y reír – todo en mi fuero interno – porque vi a dos moles que ocupaban
casi toda la superficie. Una cabellera enmarañada, rucia, no rubia, coronaba la
cabeza de la que había afeado al fulano en cuestión. ¿Fea ella? Lo dejo en
suspenso, pero podrán leer entre líneas mi juicio.
En
eso, la mujerona madre se despachó la frase del inicio, cuando se dispuso a
pagar los pasajes.
Recordé
a Lázaro (“El Lazarillo de Tormes”) cuando su medio hermano, hijo de Zaide y su
madre, vio el rostro de su padre, de una negrura inconmensurable igual que la
suya, y dijo: - Mamá, Cuco. Y Lázaro
pensó: ¡Cuántos hay en el mundo que huyen de los demás porque no se ven a sí
mismos!
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