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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Antes,
una advertencia: siento los casi improperios pero traté que mi relato fuera
el fiel reflejo de lo que ocurrió.
Una
intensa lluvia azotaba la región. Premunidos de nuestros paraguas y confiados
en que en auto llegaríamos pronto a casa, luego de una agotadora jornada de
clases, nos protegimos como pudimos del viento, casi horizontal, y nos
encaminamos al estacionamiento. Quien conoce Valparaíso sabe cuán inservibles
son los paraguas, pues la lluvia te azota hasta los zapatos. Nada se salva.
Ya
en la Escuela Industrial de Valparaíso, límite artificial entre este y Viña del
Mar, el auto en que íbamos circulaba a velocidad razonable hasta que una
exclamación de mi amigo y colega interrumpió nuestra conversación:
Las
tres pistas iban repletas de vehículos y el tránsito repentinamente se detuvo
en la nuestra, mientras las otras avanzaban, aunque a tropezones. Miré hacia
adelante y vi un bus detenido, con sus luces traseras parpadeando;
obstaculizaba derechamente el tráfico.
Como
pudo, enfiló la nariz del auto y comenzó a arrimarse lentamente a la pista
derecha. Alguien, despistado o de buena voluntad, lo dejó pasar. De allí en
más, la velocidad era diez, cinco, cero kilómetros. Nada hacía presagiar el
menudo lío en que nos meteríamos.
Así
nos vinimos hasta Recreo, donde dos carabineros, empapados hasta los
calcetines, intentaban convencernos de que nos tirásemos a la izquierda.
Especulábamos con un accidente de proporciones, pero la realidad era otra: una
poza profunda y ancha cubría más de la mitad de la calzada. Ya habíamos ocupado
más de una hora en el viaje. Recordamos “La autopista del sur”, de Julio
Cortázar, con su taco que duró años y nos pareció que nos encaminábamos a ella.
Ya
en Miramar, con más pozas indescriptibles de por medio, nos topamos con otro
“atochamiento”; bajé la ventanilla, pese
a los riesgos por la lluvia que aún caía inclemente, y mi amigo le pidió a un
vecino que nos dejara cambiar a su pista. Ya me creía el Ingeniero del Peugeot
404. El interpelado, con mirada indiferente, solo nos hizo un gesto para que pasáramos.
O va sumido en sus pensamientos o no le importamos, pensé.
Lo
superamos, pero rápidamente nos alcanzó y se puso a nuestro lado. Me hizo un
gesto para que bajara la ventanilla, lo que hice sin desconfiar.
- ¿De qué tipo? - le respondió mi amigo.
- Del rectangular – contestó el vecino, mientras exhibía su teléfono.
- ¡Ah! No tengo. ¿Qué necesitas?
Por el rabillo del ojo vi su tenida: verde oscuro. Era un carabinero, con las insignias y todo, que lo hacían inconfundible, aun en la noche.
- Mi señora se quedó atascada en los Oriente; iba con los niños y debió dejar el auto botado – respondió el suboficial.
- ¿Cómo lo podemos ayudar?
- Mi celular agotó la batería y no puedo llamarla. Si puede decirle que me llame, por favor. Le doy el número.
- Perfecto – le respondió mi amigo – deme el número.
Marqué,
mientras mi amigo puso el altavoz; era curioso vernos, pues ambos autos iban
emparejados, mientras algunos impacientes
hacían sonar las bocinas.
- ¡Aló! - respondió una voz femenina y algo agitada.
- Habla … Te cuento que estoy al lado de tu marido y pregunta dónde estás – dijo mi amigo.
- ¿Dónde está él? – preguntó la mujer, ya derechamente angustiada.
- ¡Sara! – interrumpió nuestro vecino- estoy en el auto y quiero saber cómo están. Voy camino a buscarlos, pero estoy en un taco en Agua Santa.
- Estoy con mi hermano; los niños están en la casa, todos bien, y nos vinimos a buscar el auto – contestó la mujer.
- Espérame en la Tenencia de Forestal. Es más fácil que llegue allá, por calle Álvarez – propuso el carabinero.
- ¡Ya! ¡Cuídate y nos veremos.
- Sal rápido del centro. Se pondrá peor cuando llegue el agua de los cerros – advirtió el esposo.
- Nos vamos de inmediato – aseguró la mujer.
Clic
y mi amigo cortó la comunicación. Nuestro casual vecino se deshizo en palabras
de agradecimiento – sufría como cualquier mortal, como si su uniforme no
existiera, y nos hizo ver, aunque ya lo sabía,
que en la forma y en el fondo es un ser humano como cualquiera, con
dolores y alegrías, con temores y miedos.
- ¡Qué
les vaya bien! ¡ Se pasaron! – nos dijo y apuró el paso; las pistas,
coincidentemente, se habían despejado por lo que mi amigo imprimió velocidad a
su auto y lo perdimos de vista. Nuevamente, asomó a mi recuerdo “La autopista
del sur”.
Nos
quedamos en silencio mi amigo y yo, meditando en la reciente aventura. Confirmé
aquello de que “Las cosas pasan por
algo”.
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