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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

El mall y la democracia

El patio de comidas

Patio de comidas. Extraída de Google: Portal Exposición

El patio de comidas de cualquier mall del país –qué ciudad no tiene uno – es el lugar más inclusivo de nuestra sociedad; el lucro es su objetivo y es más democrático que muchos colegios, pues convive todo tipo de personas, desde las más “empingorotadas” hasta las más humildes, todas con el solo propósito de cumplir una de las funciones más elementales del homo sapiens: comer.

Sin ser un habitué de este sitio, de vez en cuando acudo, siempre en compañía, a algunos locales, más por hacer caso de los consejos de mis hijos (-Papá, prueba este sándwich; mejor, prueba aquel - y sugerencias similares) que por gusto personal. Dicen que los hijos – y la señora – juegan un rol fundamental en la vida de un “Macabeo” confeso y orgulloso, pues orientan, reorientan y enrielan nuestra vida que, de no existir esa influencia, andaría perdida en este mundo con tantos amigos dionisíacos que pululan a nuestro alrededor.

Ya conocíamos al famoso “Juan Maestro” y disfrutado de sus novedades: el “churrasco chorizo”, por ejemplo, que me encantó. Decidimos cambiar, así que fuimos al “Subway” y vimos la cantidad de opciones: pan con orégano (de 15 y 30 cm), jamón y queso – Cheddar – y una lista de aderezos que llenaría el hambriento estómago con solo nombrarlos.

Escogí –va en el precio – acompañamientos como pepinos, aceitunas, tomates, lechuga, pepinillo y un sinfín de salsas que hicieron de mi sándwich un monumento al buen sabor y nos dirigimos a un mostrador ubicado en el centro, con algunos espacios; el sector bullía como un hervidero de hormigas; gente comiendo y bebiendo, conversando, riendo y gesticulando.  Feliz, sin duda.

Paseé la vista por el amplio sector, decenas de mesas abarcaban mi mirada, todas llenas de familias y parejas, casi nadie solo. Cada uno atento a su plato, multicolor, donde destacaban el rojo del kétchup, el amarillo blanquecino de la mayonesa (¿hecha en casa?), el más oscuro de la mostaza y unos indefinibles de salsas de reciente invención.  Cada tanto, en un ritual ya aprendido, pero no menos sorpresivo, yerguen sus cabezas y retoman la conversación donde la habían dejado antes o la reinician con una nueva pregunta o comentario

“Doggis”, “Pedro, Juan & Diego”, “Troglodita” (Donde el tamaño sí importa), “Dominó”, “Bogarín”, “Telepizza”, “KFC” (buenísimo), “McDonald’s” y los ya nombrados, amén de unos cuantos más, nos quieren seducir mirando desde lo alto de sus pequeños locales; - Pasa – me dicen – no te arrepentirás.

Algo indefinible hay en el ambiente que contagia: puede ser la gente, puede ser su alegría, puede ser el bullicio caóticamente disciplinado, puede ser el arcoíris de sus letreros que, sin el menor asomo de envidia, te quiere conquistar, puede ser el aire que se respira, igual para todos.

Cerca, a no más de cinco metros, una familia de aspecto humilde, donde resalta el rostro de la joven mujer, curtido por el sufrimiento y desconocedor del placer de una sonrisa; su marido, dos niños acodados sobre la mesa y una mujer algo mayor, quizá la tía, gozan, sí, paladean con fruición un pollo con papas fritas de McDonald’s; sin atropellarse, comen en silencio, mirando con curiosidad a su alrededor y saboreando cada bocado. Los niños satisfacen con prontitud su apetito, mientras la madre guarda los restos con el propósito de llevarlos consigo (¿quién no ha pedido “una bolsita para guardar lo que queda”?) Comen como yo, como tú, como cualquiera.

Una vez satisfecho nuestro apetito, nos encaminamos al ascensor;  seis muchachotes, de pantalones a los tobillos, gorros circulares con la visera hacia atrás, polerones gigantes y rostros nada amigables,  se desperdigan por los pasillos; se empujan, golpean, dos se sientan a una mesa mientras los restantes preguntan algo a un guardia de una multitienda, quien los mira y afablemente les da indicaciones; entran, pero no están más de un minuto y salen; se reúnen con sus amigos y reemprenden el camino, perdiéndose entre el gentío.

Por eso sostengo que el mall, cualquier mall, es un lugar democrático: nadie se ocupa del vecino y todos pueden entrar.  Allá, todos somos iguales.


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