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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Cuento
Me la
contó uno, Profesor como yo. La consideré interesante y, sin su permiso, la
reproduzco, pues nadie sabrá quiénes son, ni siquiera él:
“Hace
mucho tiempo, en plena juventud, hacía clases en un liceo capitalino. Allí tuve
a dos alumnos, hermanos: él, agradable, educado, pero pelusón; ella, una joven
lindísima, rubia, ojos celestes, que causaba sensación entre sus compañeros y
quienes la conocían. No recuerdo su nombre, de verdad, pues a ella no le hice
clases, sí a su hermano, pero los veía juntos así que no fue difícil enterarme
de su vínculo. Además, ella siempre me saludaba, seguramente por referencias de
su hermano, lo que me agradaba.
Luego
de dos años, salieron del colegio y les perdí la pista, como a muchos otros
alumnos que he tenido. Una de las incertidumbres más notables en nuestra
profesión es saber cómo los ha tratado la vida, cuántos proyectos han
concretado y cuán felices son (nunca, siquiera, se me ocurre pensar en que
pudieran estar mal). Y a cuántos se les pierde la pista, hasta que en un recodo
cualquiera te saludan con el infaltable ¡Hola, Profe!, exprimes tu cerebro para
saber quién es, aunque le respondes el saludo, y sigues tu camino o te
detienes, intercambias algunas palabras con el alumno perdido en la memoria,
cuyo rostro apenas recuerdas. A veces, los llevas prendido en el corazón y te
basta escuchar su voz o ver su rostro para recordarlos.
Hace
algunos años, de vuelta en la capital, por los rigores de nuevos trabajos debí
trasladarme a una comuna próxima. La mala movilización hizo que prefiriera
viajar en auto, por lo que me afané en buscar estacionamientos baratos y
cercanos al colegio. Di, sin saber cómo, con una calle lateral, donde un hombre
ya, que superaba la treintena, se acercó y afablemente me saludó con el
consabido -¡Hola, Profe! ¿Se lo cuido?
Luego
del reconocimiento, un abrazo selló el reencuentro y me enteré por sus labios
que cuidaba autos, que era el mismo alumno “pelusón” del que guardaba gratos
recuerdos. Trabajaba con su padre en la misma cuadra y ganaba lo suficiente
para vivir con dignidad. No pude menos que apenarme, pues tenía condiciones
para seguir estudiando. Ignoro qué pasó con su vida en el intertanto.
Quince
años atrás, joven y soltero, salía de juerga los fines de semana con amigos
“profes”. Cierta vez, uno propuso: - ¡Vamos al “Topless X”! Todos asentimos,
pues ya nos habíamos tomado unos cuantos tragos y queríamos seguir la jarana.
Una
vez allí, confieso que era primera vez que acudía a un sitio así, me impresioné
por la música, las penumbras mientras se encendían y apagaban luces
multicolores que rebotaban en las paredes. En el escenario, una chica con
bikini bailaba cadenciosa y sensualmente una rítmica melodía, en tanto se iba
despojando de sus ropas con una finura nunca vista después; otras,
despampanantes y voluptuosas,
distribuían tragos a los numerosos asistentes, hombres de todas las
edades, cuyos rostros divisaba y perdía, por influjo de esas luces que hacen
verte como caminando en cámara lenta. El ambiente era, lo confieso, seductor,
pues el trago, la música, las luces y mujeres a medio vestir que se paseaban al
alcance de tu mano en medio del humo de los cigarrillos eran irresistibles.
Nos
hicieron pasar a un reservado; ingresó una chica quien, desprovista del sostén,
bailaba más sugerente que la del escenario. Nos arrellanamos en los sillones,
no éramos más de cinco. Sorpresivamente, se sentó en mis faldas, mientras
frotaba su cuerpo al mío, lo que encendía mi naturaleza. No entendía nada.
Acercó sus labios a mi oreja derecha y susurró: “Esto es para usted, Profesor”.
Quedé
helado, no sabía quién era la hermosa jovencita. Luego del agobiante baile,
pues sé que era centro de las miradas de mis amigos y, hay que reconocerlo, era
una situación incómoda, terminó el número. La chica nos ofreció más tragos y
pude hablar con ella. Era la misma joven que conocí, la hermana de mi alumno,
quien me había identificado y no se avergonzó de ir a saludarme; su voz, algo
gastada, su cutis lucía más ajado, pero su hermosura seguía invariable, como la
bella chica amada por todo un colegio.
Desde
esa época, dejo mi auto al cuidado de mi exalumno, confiado en que lo protegerá
como “hueso de santo”. Nunca le he
preguntado por su hermana. Y nunca lo haré. “
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