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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

La vida da vueltas y las vueltas de la vida

Cuento



Me la contó uno, Profesor como yo. La consideré interesante y, sin su permiso, la reproduzco, pues nadie sabrá quiénes son, ni siquiera él:

“Hace mucho tiempo, en plena juventud, hacía clases en un liceo capitalino. Allí tuve a dos alumnos, hermanos: él, agradable, educado, pero pelusón; ella, una joven lindísima, rubia, ojos celestes, que causaba sensación entre sus compañeros y quienes la conocían. No recuerdo su nombre, de verdad, pues a ella no le hice clases, sí a su hermano, pero los veía juntos así que no fue difícil enterarme de su vínculo. Además, ella siempre me saludaba, seguramente por referencias de su hermano, lo que me agradaba.

Luego de dos años, salieron del colegio y les perdí la pista, como a muchos otros alumnos que he tenido. Una de las incertidumbres más notables en nuestra profesión es saber cómo los ha tratado la vida, cuántos proyectos han concretado y cuán felices son (nunca, siquiera, se me ocurre pensar en que pudieran estar mal). Y a cuántos se les pierde la pista, hasta que en un recodo cualquiera te saludan con el infaltable ¡Hola, Profe!, exprimes tu cerebro para saber quién es, aunque le respondes el saludo, y sigues tu camino o te detienes, intercambias algunas palabras con el alumno perdido en la memoria, cuyo rostro apenas recuerdas. A veces, los llevas prendido en el corazón y te basta escuchar su voz o ver su rostro para recordarlos.

Hace algunos años, de vuelta en la capital, por los rigores de nuevos trabajos debí trasladarme a una comuna próxima. La mala movilización hizo que prefiriera viajar en auto, por lo que me afané en buscar estacionamientos baratos y cercanos al colegio. Di, sin saber cómo, con una calle lateral, donde un hombre ya, que superaba la treintena, se acercó y afablemente me saludó con el consabido -¡Hola, Profe! ¿Se lo cuido?

Luego del reconocimiento, un abrazo selló el reencuentro y me enteré por sus labios que cuidaba autos, que era el mismo alumno “pelusón” del que guardaba gratos recuerdos. Trabajaba con su padre en la misma cuadra y ganaba lo suficiente para vivir con dignidad. No pude menos que apenarme, pues tenía condiciones para seguir estudiando. Ignoro qué pasó con su vida en el intertanto.

Quince años atrás, joven y soltero, salía de juerga los fines de semana con amigos “profes”. Cierta vez, uno propuso: - ¡Vamos al “Topless X”! Todos asentimos, pues ya nos habíamos tomado unos cuantos tragos y queríamos seguir la jarana.

Una vez allí, confieso que era primera vez que acudía a un sitio así, me impresioné por la música, las penumbras mientras se encendían y apagaban luces multicolores que rebotaban en las paredes. En el escenario, una chica con bikini bailaba cadenciosa y sensualmente una rítmica melodía, en tanto se iba despojando de sus ropas con una finura nunca vista después; otras, despampanantes y voluptuosas,  distribuían tragos a los numerosos asistentes, hombres de todas las edades, cuyos rostros divisaba y perdía, por influjo de esas luces que hacen verte como caminando en cámara lenta. El ambiente era, lo confieso, seductor, pues el trago, la música, las luces y mujeres a medio vestir que se paseaban al alcance de tu mano en medio del humo de los cigarrillos eran irresistibles.

Nos hicieron pasar a un reservado; ingresó una chica quien, desprovista del sostén, bailaba más sugerente que la del escenario. Nos arrellanamos en los sillones, no éramos más de cinco. Sorpresivamente, se sentó en mis faldas, mientras frotaba su cuerpo al mío, lo que encendía mi naturaleza. No entendía nada. Acercó sus labios a mi oreja derecha y susurró: “Esto es para usted, Profesor”.

Quedé helado, no sabía quién era la hermosa jovencita. Luego del agobiante baile, pues sé que era centro de las miradas de mis amigos y, hay que reconocerlo, era una situación incómoda, terminó el número. La chica nos ofreció más tragos y pude hablar con ella. Era la misma joven que conocí, la hermana de mi alumno, quien me había identificado y no se avergonzó de ir a saludarme; su voz, algo gastada, su cutis lucía más ajado, pero su hermosura seguía invariable, como la bella chica amada por todo un colegio. 

Desde esa época, dejo mi auto al cuidado de mi exalumno, confiado en que lo protegerá como “hueso de santo”.  Nunca le he preguntado por su hermana. Y nunca lo haré. “

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