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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

“La caza de brujas” (un historia inédita)





En uno de los descansos de las largas jornadas de capacitación, típicas en la labor docente, en las cuales se mezclan cursos interesantes – los menos – e insignificantes – los más -, me di tiempo para ir al baño después del consabido café – “break” lo llaman los anglófilos – y un cigarrillo.  Decenas de Profesores como yo se paseaban por los pasillos del hotel, centro de la convención,  ajenos al intenso frío del exterior. Llovía a cántaros, casi horizontal, como era común hace veinte años, y las luces de los automóviles – encendidas pese a que recién era media tarde -  exhibían un pavimento inundado, donde el agua se paseaba de un lado a otro de la calzada. 


La consabida mirada al espejo y me dispuse a salir, cuando veo a una persona salir de uno de los baños. No lo conocía, aunque había cruzado un par de saludos antes, pues se había incorporado recién ese año. Lo vi sudoroso, con una mueca que le desfiguraba el rostro. Me impresionó la angustia que dejaba traslucir muy a su pesar.


-       No te preocupes – me dijo con voz agitada.  Me cayó mal el almuerzo – subrayó.


¿Ya estás bien? – le pregunté, impresionado por su cara blanquecina, deformada por un rictus mezcla de dolor y crispación nerviosa,  en la que sobresalían sus labios amoratados. Se enjugó un hilo de saliva que pugnaba, con rebeldía, por asomar en la comisura derecha de sus labios. No vi sangre, lo que me tranquilizó. -¿Qué le habrá pasado? – me pregunté, temeroso de hacerlo en voz alta. De ninguna manera le preguntaría, así que aguardé por si necesitaba algo.


Algo avergonzado porque su episodio había tenido un testigo, se encaminó hacia el pasillo a mi lado. Miraba al suelo, pero sentí que musitaba, así que le presté atención, aguzando los oídos a esa hora, donde el hotel estaba abarrotado y bullía de actividad. 


-       Sí, ya se me quitó – respondió.


Horas más tarde, se acercó y me dio las disculpas por la escena que había observado, pidiéndome que no la comentara a nadie. Le dije que no se preocupara, que  no lo haría. Pensé que la crisis, ignoro de qué, lo perjudicaría en este nuevo trabajo que iniciaba, por lo que estuve de acuerdo. Eran tiempos de intolerancia a toda enfermedad.


Me invitó a tomar un café y advertí que su objetivo era detallar lo que había ocurrido y buscar que yo refrendara el pacto de silencio que habíamos esbozado algunas horas atrás. Acepté y, sin mayores preámbulos, nos encaminamos a uno de los numerosos locales de las céntricas calles viñamarinas. La lluvia había escampado, así que el paso se hizo ágil y llegamos a la brevedad.


Una vez sentados, y con sendos cafés humeantes y aromáticos al frente, se inició su confesión:


“Eran los comienzos de los 80. Mientras el país se debatía en la contrarreforma universitaria, liderada por la Junta Militar de Gobierno, la Ciudad Jardín se había convertido en una pesadilla para los amantes furtivos y en un paraíso para los vouyeristas (*). El Estero, Tranque Sausalito, subida Alessandri y cuanto lugar oscuro hubiese era aprovechado, quizá por la ausencia de moteles o por el  solo placer de una relación prohibida. Era vox pópuli que los automovilistas preferían estacionar sus vehículos a la vera del camino, donde fuera, aprovechando la oscuridad en que quedaban algunos sectores  para concretar sus encuentros. 


En ese entonces, trabajaba en una empresa porteña a cargo de una sección. Mi especialidad eran las finanzas, por lo que consideraba que mi futuro se veía halagüeño. Pese al ataque de las universidades privadas, muy incipiente todavía, mi carrera estaba bien posicionada. Soltero, recién superando la veintena, sin responsabilidades, ni siquiera tenía la obligación de aportar a mis padres dada la cómoda situación económica en que vivían, mi vida transcurría entre el trabajo y hogar. De vida tranquila,  y sin polola estable, salía con regularidad, sobre todo cuando mis compañeros de colegio o de trabajo organizaban juntas a las que siempre era invitado y asistía. 


Escuchaba, como muchos viñamarinos, las noticias que hablaban de unos “sicópatas”, apelativo con que los diarios gustan de salpicar sus titulares amarillos con el fin de atraer lectores. La TV nacional brindaba amplia cobertura al suceso. Las teorías eran abundantes y variadas: que eran varios, que había un “Club del Crimen”, que personas pudientes pagaban por ver en directo los crímenes (recuerdo una tétrica película, “Hostel”, filmada en 2005, que narra la historia de un grupo de chicos llevados a través de engaños a un hostal y sometidos a crueles torturas, las que son transmitidas en circuito cerrado a clientes ávidos de emociones violentas), que era uno solo, que eran moralistas que buscaban castigar a los infieles (cual “escuadrones de la muerte”, tan característicos de los brasileños de esa década, cuyo propósito era exterminar a pobres, mendigos y delincuentes de poca monta), en fin, solo especulaciones y nada cierto. Lo cierto es que ya iban varios asesinatos y violaciones. Ya nadie salía en la noche, todos miraban a sus vecinos con desconfianza,  la autoridad ofreció dinero por alguna pista, las calles a determinada hora quedaban desiertas, los cafés y restoranes luchaban por sobrevivir con la escasa clientela que aún se atrevía a salir. Parecía que los tiempos del londinense “Jack el destripador” se habían posicionado en nuestra ciudad, ahuyentando a los visitantes. El turismo caía en picada, indiferente a la temporada estival.  El terror se había arraigado desde agosto de 1980 a noviembre del año siguiente. El Festival de la Canción anunciaba que ese año los artistas serían de gran nivel, entre los que se contaban  Julio Iglesias, Camilo Sesto, José Luis Rodríguez, Miguel Bosé, Leonardo Favio y una guapa Ángela Carrasco,  entre los baladistas, y KC and The Sunshine Band, entre los rockeros. Sin embargo,  los asistentes tenían un ojo en el escenario y otro en el reloj. Ya se hacía tarde y los sicópatas se preparaban para atacar. Nadie lo sabía. Carabineros e Investigaciones tenían grupos especializados que trabajaban arduamente, pero descoordinados. Cada cual tenía a sus sospechosos… y algunos inocentes pagarían caro por ello. 


Las detenciones se sucedían tan rápido como aparecían y desaparecían los retratos hablados. La gente comentaba de un  tal empresario detenido, denunciado por su mujer.  Era liberado sin responsabilidades, aunque en el inconsciente colectivo quedaba la sensación de que el poder del dinero había realizado un jaque mate. 


Nunca olvidaré la fecha: septiembre de 1981. Salí temprano de mi casa, como de costumbre. Repentinamente, sabe Dios de dónde salió, me interceptó un auto del que salieron unos fulanos, me metieron a la fuerza al vehículo, me pusieron un saco en la cabeza y partieron raudamente. 


Podría seguir, describir todo lo que pasó ese día hasta la madrugada, que fue cuando me tiraron en una pendiente, lejos de la ciudad, pero me rebelo, el dolor y la indignación me dominan, pienso en la electricidad que me aplicaron en todas partes, una y otra vez, en medio de las apremiantes expresiones para que confesara. Allí comprendí que me habían detenido porque me parecía a algún retrato hablado de los muchos que aparecían en la prensa y en los cuarteles policiales. Garabatos, tocaciones y  golpes se mezclaban con la corriente. Perdí muchas veces el conocimiento, pero me despertaban con baldazos de agua para seguir la tortura. No quiero recordar, de verdad. Pensé que lo mejor era morir. Creo que hasta confesé lo que ellos querían saber. No lo recuerdo.


-       Hoy – finalizó su relato – me diagnosticaron epilepsia, crisis que presenciaste en el baño cuando nos encontramos. Tengo señora y un hijo, pero nos llevamos mal, dudo que la relación perdure. Me siento perdido.”


Lo seguí viendo, por lo menos ese año; conocí a su señora y a su hijo; muchas veces lo veía a maltraer, hasta desaseado, a veces  con la mirada perdida, el genio cambiante. Hacía esfuerzos por recobrar la normalidad, pero se le escapaba de las manos, era superior a su voluntad. 


Ese fue su primer y único año en ese establecimiento. Nunca más lo vi. Hasta que hace algunos días, le comenté a un amigo parte de su historia. Y quise testimoniarla.


Y todo fue producto de la “caza de brujas”, como en la Edad Media, como en la Inquisición, cuando bastaba que un vecino te encontrase sospechoso para que te acusaran, sufrieras torturas indecibles y confesaras lo que no habías hecho, solo para que acabara el sufrimiento.  


Pudo haber sido cualquiera. Pude haber sido yo. 


(*) La palabra voyeur deriva del verbo voir (ver) con el sufijo -eur del idioma francés y define a los “mirones”.

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