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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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En
uno de los descansos de las largas jornadas de capacitación, típicas en la
labor docente, en las cuales se mezclan cursos interesantes – los menos – e
insignificantes – los más -, me di tiempo para ir al baño después del consabido
café – “break” lo llaman los anglófilos – y un cigarrillo. Decenas de Profesores como yo se paseaban por
los pasillos del hotel, centro de la convención, ajenos al intenso frío del exterior. Llovía a
cántaros, casi horizontal, como era común hace veinte años, y las luces de los
automóviles – encendidas pese a que recién era media tarde - exhibían un pavimento inundado, donde el agua
se paseaba de un lado a otro de la calzada.
La
consabida mirada al espejo y me dispuse a salir, cuando veo a una persona salir
de uno de los baños. No lo conocía, aunque había cruzado un par de saludos
antes, pues se había incorporado recién ese año. Lo vi sudoroso, con una mueca
que le desfiguraba el rostro. Me impresionó la angustia que dejaba traslucir
muy a su pesar.
- No
te preocupes – me dijo con voz agitada.
Me cayó mal el almuerzo – subrayó.
¿Ya
estás bien? – le pregunté, impresionado por su cara blanquecina, deformada por
un rictus mezcla de dolor y crispación nerviosa, en la que sobresalían sus labios amoratados.
Se enjugó un hilo de saliva que pugnaba, con rebeldía, por asomar en la
comisura derecha de sus labios. No vi sangre, lo que me tranquilizó. -¿Qué le
habrá pasado? – me pregunté, temeroso de hacerlo en voz alta. De ninguna manera
le preguntaría, así que aguardé por si necesitaba algo.
Algo
avergonzado porque su episodio había tenido un testigo, se encaminó hacia el
pasillo a mi lado. Miraba al suelo, pero sentí que musitaba, así que le presté
atención, aguzando los oídos a esa hora, donde el hotel estaba abarrotado y
bullía de actividad.
- Sí,
ya se me quitó – respondió.
Horas
más tarde, se acercó y me dio las disculpas por la escena que había observado, pidiéndome
que no la comentara a nadie. Le dije que no se preocupara, que no lo haría. Pensé que la crisis, ignoro de
qué, lo perjudicaría en este nuevo trabajo que iniciaba, por lo que estuve de
acuerdo. Eran tiempos de intolerancia a toda enfermedad.
Me
invitó a tomar un café y advertí que su objetivo era detallar lo que había
ocurrido y buscar que yo refrendara el pacto de silencio que habíamos esbozado
algunas horas atrás. Acepté y, sin mayores preámbulos, nos encaminamos a uno de
los numerosos locales de las céntricas calles viñamarinas. La lluvia había
escampado, así que el paso se hizo ágil y llegamos a la brevedad.
Una
vez sentados, y con sendos cafés humeantes y aromáticos al frente, se inició su
confesión:
“Eran
los comienzos de los 80. Mientras el país se debatía en la contrarreforma
universitaria, liderada por la Junta Militar de Gobierno, la Ciudad Jardín se
había convertido en una pesadilla para los amantes furtivos y en un paraíso
para los vouyeristas (*). El Estero, Tranque Sausalito, subida Alessandri y
cuanto lugar oscuro hubiese era aprovechado, quizá por la ausencia de moteles o
por el solo placer de una relación
prohibida. Era vox pópuli que los automovilistas preferían estacionar sus
vehículos a la vera del camino, donde fuera, aprovechando la oscuridad en que
quedaban algunos sectores para concretar
sus encuentros.
En
ese entonces, trabajaba en una empresa porteña a cargo de una sección. Mi
especialidad eran las finanzas, por lo que consideraba que mi futuro se veía
halagüeño. Pese al ataque de las universidades privadas, muy incipiente todavía,
mi carrera estaba bien posicionada. Soltero, recién superando la veintena, sin
responsabilidades, ni siquiera tenía la obligación de aportar a mis padres dada
la cómoda situación económica en que vivían, mi vida transcurría entre el trabajo
y hogar. De vida tranquila, y sin polola
estable, salía con regularidad, sobre todo cuando mis compañeros de colegio o
de trabajo organizaban juntas a las que siempre era invitado y asistía.
Escuchaba,
como muchos viñamarinos, las noticias que hablaban de unos “sicópatas”,
apelativo con que los diarios gustan de salpicar sus titulares amarillos con el
fin de atraer lectores. La TV nacional brindaba amplia cobertura al suceso. Las
teorías eran abundantes y variadas: que eran varios, que había un “Club del
Crimen”, que personas pudientes pagaban por ver en directo los crímenes
(recuerdo una tétrica película, “Hostel”, filmada en 2005, que narra la historia
de un grupo de chicos llevados a través de engaños a un hostal y sometidos a
crueles torturas, las que son transmitidas en circuito cerrado a clientes ávidos
de emociones violentas), que era uno solo, que eran moralistas que buscaban
castigar a los infieles (cual “escuadrones de la muerte”, tan característicos
de los brasileños de esa década, cuyo propósito era exterminar a pobres,
mendigos y delincuentes de poca monta), en fin, solo especulaciones y nada
cierto. Lo cierto es que ya iban varios asesinatos y violaciones. Ya nadie
salía en la noche, todos miraban a sus vecinos con desconfianza, la autoridad ofreció dinero por alguna pista,
las calles a determinada hora quedaban desiertas, los cafés y restoranes
luchaban por sobrevivir con la escasa clientela que aún se atrevía a salir.
Parecía que los tiempos del londinense “Jack el destripador” se habían
posicionado en nuestra ciudad, ahuyentando a los visitantes. El turismo caía en
picada, indiferente a la temporada estival.
El terror se había arraigado desde agosto de 1980 a noviembre del año
siguiente. El Festival de la Canción anunciaba que ese año los artistas serían
de gran nivel, entre los que se contaban Julio Iglesias, Camilo Sesto, José Luis
Rodríguez, Miguel Bosé, Leonardo Favio y una guapa Ángela Carrasco, entre los baladistas, y KC and The Sunshine
Band, entre los rockeros. Sin embargo,
los asistentes tenían un ojo en el escenario y otro en el reloj. Ya se
hacía tarde y los sicópatas se preparaban para atacar. Nadie lo sabía.
Carabineros e Investigaciones tenían grupos especializados que trabajaban
arduamente, pero descoordinados. Cada cual tenía a sus sospechosos… y algunos
inocentes pagarían caro por ello.
Las
detenciones se sucedían tan rápido como aparecían y desaparecían los retratos
hablados. La gente comentaba de un tal
empresario detenido, denunciado por su mujer.
Era liberado sin responsabilidades, aunque en el inconsciente colectivo
quedaba la sensación de que el poder del dinero había realizado un jaque mate.
Nunca
olvidaré la fecha: septiembre de 1981. Salí temprano de mi casa, como de
costumbre. Repentinamente, sabe Dios de dónde salió, me interceptó un auto del
que salieron unos fulanos, me metieron a la fuerza al vehículo, me pusieron un
saco en la cabeza y partieron raudamente.
Podría
seguir, describir todo lo que pasó ese día hasta la madrugada, que fue cuando
me tiraron en una pendiente, lejos de la ciudad, pero me rebelo, el dolor y la
indignación me dominan, pienso en la electricidad que me aplicaron en todas
partes, una y otra vez, en medio de las apremiantes expresiones para que
confesara. Allí comprendí que me habían detenido porque me parecía a algún
retrato hablado de los muchos que aparecían en la prensa y en los cuarteles
policiales. Garabatos, tocaciones y golpes se mezclaban con la corriente. Perdí
muchas veces el conocimiento, pero me despertaban con baldazos de agua para
seguir la tortura. No quiero recordar, de verdad. Pensé que lo mejor era morir.
Creo que hasta confesé lo que ellos querían saber. No lo recuerdo.
- Hoy
– finalizó su relato – me diagnosticaron epilepsia, crisis que presenciaste en
el baño cuando nos encontramos. Tengo señora y un hijo, pero nos llevamos mal,
dudo que la relación perdure. Me siento perdido.”
Lo
seguí viendo, por lo menos ese año; conocí a su señora y a su hijo; muchas
veces lo veía a maltraer, hasta desaseado, a veces con la mirada perdida, el genio cambiante.
Hacía esfuerzos por recobrar la normalidad, pero se le escapaba de las manos,
era superior a su voluntad.
Ese
fue su primer y único año en ese establecimiento. Nunca más lo vi. Hasta que
hace algunos días, le comenté a un amigo parte de su historia. Y quise
testimoniarla.
Y
todo fue producto de la “caza de brujas”, como en la Edad Media, como en la
Inquisición, cuando bastaba que un vecino te encontrase sospechoso para que te
acusaran, sufrieras torturas indecibles y confesaras lo que no habías hecho,
solo para que acabara el sufrimiento.
Pudo
haber sido cualquiera. Pude haber sido yo.
(*)
La palabra voyeur deriva del verbo voir (ver) con el sufijo -eur del idioma
francés y define a los “mirones”.
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