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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

“La moto, un pasaporte a Dios sabe dónde”





Su pasión era una sola: las motos. Desde muy niño, no recuerda por qué,  soñaba con comprarse una. Se imaginaba a toda máquina, apretando el acelerador, mientras el pelo le bailaba en los ojos y sus oídos se deleitaban con el susurro del viento. Velocidad era lo único que anhelaba. Sabía que así sería el dueño de la carretera y, quién sabe, de la vida y la muerte.  


Pasó el tiempo y mientras crecía, el sueño no lo abandonaba. Al contrario, apenas pudo, aun dejando los estudios, consiguió un trabajo de aprendiz en un taller y juntó peso a peso, en un ritual que duró varios años,  hasta que consiguió la suma que pedía un amigo por una moto. 


Yamaha, Harley, KTM, Honda y otras populares marcas se hicieron parte de su lenguaje diario, así como ocurre con los modelos de autos para los “tuercas”. Respiraba motos, vivía motos, dormía motos, aunque ya tenía una, en una sed insaciable por este vehículo.

Así creció, al son del rock latino, mientras hacía piruetas por las cales de su barrio, sacando lustre al pavimento y provocando las miradas de envidia de sus amigos y admiración de tanta  jovencita que por allí pululaba.


Ya adulto, llegó lo inevitable: una mujer conquistó su corazón y se fue a vivir con ella llevando a su otra compañera: la moto, a la cual, como todo “motoquero” le puso nombre, “Bruta” (sé, por amigos, que gustan de poner nombres extravagantes, solo para causar la sorpresa de quienes escuchan sus diálogos).


Pasaron los años y  así como llegaron los hijos se ampliaron sus pertenencias de dos ruedas: a la sobria Zanella usada, que compró por aquellos años, se unieron otras, llegando  completar tres, entre las que descollaba una  Kawasaki TD 440 impresionante. Con indisimulado orgullo destacaba sus rasgos más resaltantes: sus manillares altos, un tanque de gas en forma de lágrima y una luz grande, sola redonda. Lo mejor, sin duda, recalcaba, eran los tubos de escape dobles. Volaba a casi 160 kms. por hora, por lo que era corriente verlo llegar a su casa como un celaje, estacionar a la berma y bajarse cual corredor profesional.


Tenía dos hijos, la parejita, decían sus amigos, a quienes les inculcó el amor por las motos. Los chicos estudiaban en un colegio de las cercanías, por lo que era frecuente que fuese a dejar al mayor, mientras su señora llevaba a la niña en su pequeño auto. Ella no compartía su pasión por las motos, lo que le hacía saber con frecuencia: -Algún día vas a tener un accidente – le decía. Él, sin embargo, no hacía caso, aunque por un asomo de respeto nunca llevó a  la niña en su vehículo.


Como las normas de tránsito eran bastante más relajadas que hoy, solo tenía un casco, el que pasaba a su hijo. Él, decía, jamás tendría un percance, pues sabida era su destreza. Y así presumía a diario, cuando su familia le pedía mayor cuidado: -Nunca me pasará algo – aseguraba – conozco la moto como la palma de mi mano. Para ser preciso, más de algún rasmillón había sufrido sobre todo cuando giraba, pues la moto derrapaba en el pavimento resbaladizo, pese a sus manos de hierro. Y las huellas de aquellas piruetas todavía se dejaban ver cuando se bañaba en las playas de la ciudad,  cada vez que dejaba sus canillas al descubierto.

-       ¡Apúrate, hijo! Llegaremos tarde al colegio. 

-       Ya, papá. Tranquilo. 


Ambos se subieron a la moto y partieron raudamente; él, como siempre, le pasó el casco a su hijo, quien se afirmó de la chaqueta de su padre. Total, el colegio quedaba a veinte cuadras, las que recorrerían en 5 minutos. 

-       ¡Métele pata, papá – así llegamos a la hora! 

-       Allá vamos, hijo.



Conocía el camino de memoria, hasta podía superarlo con los ojos cerrados – pensó. Le imprimió velocidad a su vehículo y se acercó a la intersección de su calle con la avenida principal. Verde, se dijo, y aceleró a fin de alcanzar a pasar.



Cuando iba llegando al semáforo, vio que cambiaba a amarilla, por lo que aceleró aún más. Paso demás, se dijo. Y vio de reojo al auto gris que se aproximaba a su derecha. Nada pudo hacer. Solo vio la sombra alargada que se acercaba cada vez más y cerró los ojos, contando los segundos: uno, dos, tres,… Vio las escenas de su vida, su alocada vida, sucederse en su cerebro, mientras algo se quebraba en su interior.



Un testigo señaló a los carabineros de la SIAT: “yo iba a cruzar y vi que el motorista aceleró en mal momento, pues ya habían dado la roja y pasó por el bandejón central a más de cien por hora. Chocó con el auto plomo, ese que tiene el inmenso abollón en su costado. Vi volar a los dos pasajeros de la moto. El que llevaba casco se dio vueltas en el pavimento, mientras el otro cayó sobre otro auto.”



“El adulto murió producto de un TEC múltiple en el lugar; el joven, presumiblemente su hijo, sobrevivió con heridas graves, una fractura expuesta del fémur derecho, pero fuera de peligro” -  declaró  un miembro del SAMU, que acudió al lugar a brindar los primeros auxilios a los accidentados. – “Seguramente – agregó – si hubiese ido con casco, habría sido distinta su suerte.”



Hace pocos días, hablaba con algunos alumnos de sus aficiones: uno me comentó que tenía una moto. Era casado y tenía una hija. Recordé el episodio y se conté, lo único que podía hacer para disuadirlo. Me miró y guardó silencio después de la historia. Lo vi ayer y fue a contarme que se había deshecho de la moto. – La cambié por un auto, Profesor – me dijo. - Le agradezco el consejo. Soltero, habría seguido con ella; por mi hija, no. Quiero vivir  muchos años para educarla y estar para lo que necesite.



Cada vez que veo a un motorista, recuerdo la historia.  ¿Para qué, me digo, vivir tan rápido? ¿Será para morir con la misma velocidad?

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