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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Su
pasión era una sola: las motos. Desde muy niño, no recuerda por qué, soñaba con comprarse una. Se imaginaba a toda
máquina, apretando el acelerador, mientras el pelo le bailaba en los ojos y sus
oídos se deleitaban con el susurro del viento. Velocidad era lo único que
anhelaba. Sabía que así sería el dueño de la carretera y, quién sabe, de la
vida y la muerte.
Pasó
el tiempo y mientras crecía, el sueño no lo abandonaba. Al contrario, apenas
pudo, aun dejando los estudios, consiguió un trabajo de aprendiz en un taller y
juntó peso a peso, en un ritual que duró varios años, hasta que consiguió la suma que pedía un amigo
por una moto.
Yamaha,
Harley, KTM, Honda y otras populares marcas se hicieron parte de su lenguaje
diario, así como ocurre con los modelos de autos para los “tuercas”. Respiraba
motos, vivía motos, dormía motos, aunque ya tenía una, en una sed insaciable
por este vehículo.
Así
creció, al son del rock latino, mientras hacía piruetas por las cales de su
barrio, sacando lustre al pavimento y provocando las miradas de envidia de sus
amigos y admiración de tanta jovencita
que por allí pululaba.
Ya
adulto, llegó lo inevitable: una mujer conquistó su corazón y se fue a vivir
con ella llevando a su otra compañera: la moto, a la cual, como todo
“motoquero” le puso nombre, “Bruta” (sé, por amigos, que gustan de poner
nombres extravagantes, solo para causar la sorpresa de quienes escuchan sus
diálogos).
Pasaron
los años y así como llegaron los hijos
se ampliaron sus pertenencias de dos ruedas: a la sobria Zanella usada, que
compró por aquellos años, se unieron otras, llegando completar tres, entre las que descollaba una Kawasaki TD 440 impresionante. Con indisimulado
orgullo destacaba sus rasgos más resaltantes: sus manillares altos, un tanque
de gas en forma de lágrima y una luz grande, sola redonda. Lo mejor, sin duda,
recalcaba, eran los tubos de escape dobles. Volaba a casi 160 kms. por hora,
por lo que era corriente verlo llegar a su casa como un celaje, estacionar a la
berma y bajarse cual corredor profesional.
Tenía
dos hijos, la parejita, decían sus amigos, a quienes les inculcó el amor por
las motos. Los chicos estudiaban en un colegio de las cercanías, por lo que era
frecuente que fuese a dejar al mayor, mientras su señora llevaba a la niña en
su pequeño auto. Ella no compartía su pasión por las motos, lo que le hacía
saber con frecuencia: -Algún día vas a tener un accidente – le decía. Él, sin
embargo, no hacía caso, aunque por un asomo de respeto nunca llevó a la niña en su vehículo.
Como
las normas de tránsito eran bastante más relajadas que hoy, solo tenía un
casco, el que pasaba a su hijo. Él, decía, jamás tendría un percance, pues
sabida era su destreza. Y así presumía a diario, cuando su familia le pedía
mayor cuidado: -Nunca me pasará algo – aseguraba – conozco la moto como la
palma de mi mano. Para ser preciso, más de algún rasmillón había sufrido sobre
todo cuando giraba, pues la moto derrapaba en el pavimento resbaladizo, pese a
sus manos de hierro. Y las huellas de aquellas piruetas todavía se dejaban ver
cuando se bañaba en las playas de la ciudad, cada vez que dejaba sus canillas al descubierto.
- Ya, papá. Tranquilo.
Ambos
se subieron a la moto y partieron raudamente; él, como siempre, le pasó el
casco a su hijo, quien se afirmó de la chaqueta de su padre. Total, el colegio
quedaba a veinte cuadras, las que recorrerían en 5 minutos.
- Allá vamos, hijo.
Conocía
el camino de memoria, hasta podía superarlo con los ojos cerrados – pensó. Le
imprimió velocidad a su vehículo y se acercó a la intersección de su calle con
la avenida principal. Verde, se dijo, y aceleró a fin de alcanzar a pasar.
Cuando
iba llegando al semáforo, vio que cambiaba a amarilla, por lo que aceleró aún
más. Paso demás, se dijo. Y vio de reojo al auto gris que se aproximaba a su
derecha. Nada pudo hacer. Solo vio la sombra alargada que se acercaba cada vez
más y cerró los ojos, contando los segundos: uno, dos, tres,… Vio las escenas
de su vida, su alocada vida, sucederse en su cerebro, mientras algo se quebraba
en su interior.
Un
testigo señaló a los carabineros de la SIAT: “yo iba a cruzar y vi que el
motorista aceleró en mal momento, pues ya habían dado la roja y pasó por el
bandejón central a más de cien por hora. Chocó con el auto plomo, ese que tiene
el inmenso abollón en su costado. Vi volar a los dos pasajeros de la moto. El
que llevaba casco se dio vueltas en el pavimento, mientras el otro cayó sobre otro
auto.”
“El
adulto murió producto de un TEC múltiple en el lugar; el joven, presumiblemente
su hijo, sobrevivió con heridas graves, una fractura expuesta del fémur
derecho, pero fuera de peligro” - declaró un miembro del SAMU, que acudió al lugar a
brindar los primeros auxilios a los accidentados. – “Seguramente – agregó – si hubiese
ido con casco, habría sido distinta su suerte.”
Hace
pocos días, hablaba con algunos alumnos de sus aficiones: uno me comentó que
tenía una moto. Era casado y tenía una hija. Recordé el episodio y se conté, lo
único que podía hacer para disuadirlo. Me miró y guardó silencio después de la
historia. Lo vi ayer y fue a contarme que se había deshecho de la moto. – La
cambié por un auto, Profesor – me dijo. - Le agradezco el consejo. Soltero,
habría seguido con ella; por mi hija, no. Quiero vivir muchos años para educarla y estar para lo que
necesite.
Cada
vez que veo a un motorista, recuerdo la historia. ¿Para qué, me digo, vivir tan rápido? ¿Será
para morir con la misma velocidad?
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