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Un
fogonazo lo encandiló. Miró por el rabillo del ojo – vista periférica como la
llaman – y divisó vidrios esparcidos por toda la calzada. Más allá, una moto
con el volante doblado. A cinco metros, un hombre de regular edad,
probablemente el piloto, yacía boca arriba. No se movía; estaba con sus piernas
y brazos abiertos en el pavimento. Bajo su cabeza, una mancha de sangre ganaba terreno tiñendo
todo su contorno. Vestía una polera azul, que escasamente le tapaba el
voluminoso vientre; la fuerza del
impacto lo había despojado, además, de una de sus zapatillas.
El
auto con el que había colisionado estaba detenido cerca. Su conductor recién se
incorporaba de su asiento, mientras miraba a todos lados como buscando una
explicación o al culpable. Él pasó con verde, se dijo para asegurarse. El
motorista fue el imprudente. Aunque eso no era lo importante, se dijo, sino
saber cómo estaba el otro.
Mareado,
se desplazó como pudo y lo vio. Apenas lo hizo, sintió que nada había que
hacer. Otra vez la imprudencia había cobrado su víctima. Otra vez, como ha sido
casi siempre, la moto se transformó en
un pasaporte a Dios sabe dónde.
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