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“¿Y me vai a llevar caminando hasta la Avenida Argentina?”




Él vestía un buzo azul marino, ajustado, aunque lo llevaba casi colgando debajo de la cintura. Un polerón ancho disfrazaba su escasez de carnes, flaco, en verdad. En la mano derecha llevaba un gorro con visera que coronaría su cabeza; su corte de pelo lo asemejaba a un gallo con su cresta pilosa que asomaba cual faro en medio de su escuálida humanidad. Era imposible no fijarse en sus zapatillas de azul eléctrico, ostentosas, como diciendo ‘aquí estoy’, media caña, en la que apenas asomaban los calcetines cortos, que dejaban al desnudo sus secas pantorrillas. Su caminar era de los típicos ‘choros’, en un balanceo rítmico predecible, con el que advertía silenciosamente  ‘cuidado conmigo, soy brígido’.


A su lado, más pequeña, una rubia – teñida de un amarillo escandaloso – de bonita figura y ropa ceñida, arrastraba a una niña – hija de ambos por el tenor del diálogo – de escasos 3 años. Los jóvenes no superaban los 22 años; más parecían estudiantes de compras, aunque sin uniforme  y con una guagua. De ademanes mecánicos, su voz,  aguda pero firme, enrostraba al galán su tibieza a la hora de tomar decisiones. En realidad, era ella quién las tomaba, pero esperaba más entusiasmo de su ‘pierno’. 

-       Tení que comprarle las cosas a la … 
-       Ya sé, pa’ a eso vamos a … 
-       ¿Me vai a llevar caminando hasta la Avenida Argentina? 
-       Si estamos cerca. 
-       Tai loco. A dos cuadras está la Plaza Victoria y me decís que estamos cerca. 
-       ¿Y qué querí que haga? ¿Que gaste plata? Como si nos sobrara. 
-       Será culpa mía que no tengai. Tení que trabajar po’.  


La mirada del varón se fijaba en el suelo, reconociendo la fortaleza de su consorte. Era de los choros, pero se amilanaba ante la mujer. Aunque cuando se acompañara de ‘copete’ se las iba a devolver una por una. No estaba para ser humillado por esta ‘rucia y la…’ Ahora se arrepentía de haberse metido con ella, el medio forro que se echó encima. Por puro h… le pasó. Ya le decía su ‘vieja’: -Estudia y no te andís metiendo con la primera que aparezca. Como siempre, no le hizo caso. 

La atención se ambos se concentró en un ‘flaite’, según ellos, que estaba comprando guindas en un quiosco callejero. Pasaron dos jóvenes universitarias y el tipo quiso darle un agarrón a una. La afectada se dio vuelta y junto con mirarlo con sorpresa e indignación, le dijo algo al voleo. Muy suelto de cuerpo, el rechazado tomó una fruta y se la lanzó a la aludida, dándole en pleno glúteo, mientras reía celebrando su buena puntería.  Una señora lo increpa con energía, mientras algunos transeúntes miraban con reprobación el acto del malandrín. 

-       ¿Cómo se te ocurre, ordinario, molestar a las niñas? 
-       ¡Qué te metí, vieja c…¡ 
-       Ten respeto con los mayores, mocoso. 
-       ¡Me los paso por el…, vieja c…! ¡Métete en tus h…!


Arrancó hasta perderse en un restorán, mientras los peatones comentaban la incidencia. Valparaíso, decían, ya no es como antes conocido por su casco histórico; ahora, los perros vagos, la basura y los ‘picantes’ se han adueñado de sus calles y son el vociferante testimonio del abandono. 

-       Tení que trabajar, po’ – insistió la muchacha, una vez que pasó la incidencia del ‘choro’ acosador. Ya estoy cansá de vivir con tu mamá. Más lo que hue… con que esto, lo otro, que acá está sucio, que limpia más allá, me hincha las …

Su pareja, humillada con la veracidad de los dichos, agachó la cabeza y musitó algunas maldiciones, entre las que destacaba la parentela de la muchacha. Ya me las pagará está ‘rucia al peo’, pensó. Cualquier día me voy con la Kimberly y dejo botá a esta hue…

-       Ya po’. ¿Vamos a irnos en micro? 
-       No tengo plata. ¿Qué querí que haga? 
-       ¡Puta oh! Soi más inútil.



A esa hora, la Avenida Pedro Montt bullía de público: escolares que recién habían salido de clases, señoras mayores de compras en los abundantes supermercados del centro, hombres ‘terneados’ que salían de las oficinas, todo en medio del viento porteño que arranca de los cerros y arrastra hasta las minúsculas partículas de basura al mar, “¡Oh viento desmelenado/ que irrumpiste en la arboleda,…” recordó ciertos versos que aludían al inclemente soplo del pronto furioso que se complacía en botar carteles, que gozaría llevándose hasta las campanadas de una iglesia cercana, que llama a misa a las 19.00 hrs. indefectiblemente todos los días. 


Vendedores callejeros que se han adueñado de todas las veredas de nuestras ciudades, con el silencio cómplice de las autoridades, ofrecen artículos de la más diversa categoría: cigarrillos, a luca la cajetilla, Kent, Pall Mall, baratitos (como si no supiera que son robados); en el suelo, tendidos en una sábana, se mezclan ralladores, cortaúñas, ‘patas’, poleras y un sinfín de artículos, en el desorden más ordenado.  Más allá, dos pelafustanes preparan el “Pepito paga doble” a la caza de incautos que todavía quedan.  El olor a carne excita mis fosas nasales al mismo tiempo que el humo  ataca a mis ojos: ‘sánguches de potito’ y anticuchos de pollo se asan en una parrilla artesanal; al lado, una señora fríe sopaipillas y empanadas de queso. Me doy cuenta de que con la misma mano con que pone las masas en la sartén toma el dinero, da el vuelto, pasa los cigarrillos sueltos a sus compradores y se enjuga el sudor que abrillanta su frente.  Muchas veces he tenido la tentación de comer una empanada en la calle, pero el temor a caer enfermo y debatirme entre erupciones plinianas mal habidas me contiene.  


Me desentiendo de la pareja que se dirige al extremo sur de la ciudad, ‘a pata’ como denuncia la ‘rucia’, que gesticula y habla fuerte como pidiendo ayuda a los numerosos transeúntes. Me la imagino en diez años más, rubicunda, generosa en carnes, enfundada en un vestido multicolor  y dueña de una voz que llega hasta los límites de su población, correteando perros, llamando a su numerosa prole y golpeando a su marido borracho. Será así a no ser que estudie, me digo, y se separe de su ‘cero aporte’.



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