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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Vio
la discusión desde lejos. Ella, menuda, de pelo largo, delgada; él, grueso,
polera musculosa, pelo muy corto a los lados, dejaba caer una trenza por el
cuello. Pese a que por la distancia no escuchaba lo que decían, supuso por las
gesticulaciones y aspavientos que los garabatos del varón volaban, mientras la
chica miraba al suelo.
Voló
una cachetada derecha a la cara de la joven; ni siquiera alcanzó a protegerse y
se inclinó hacia atrás, mientras se quejaba de dolor. Masculló algunas
palabras, mientras se abalanzaba contra su pareja en una sucesión de un, dos,
un, dos. Ninguno de los golpes con la mano empuñada que le dirigió llegó al
blanco. Ni pensarlo, pues su estatura y físico nada podían contra aquel oso.
¿Cuál es la idea – pensó – de que una chica busque a un grandote?
A
esa hora, la céntrica calle viñamarina estaba repleta; las veredas habían sido
ocupadas, como ocurre en época prenavideña, por cientos de vendedores
ambulantes que premunidos de un trozo de tela con cordeles en sus extremos,
voceaban sus productos. –¡Pa’ la regalona! ¡A luca! Muñecas que hablan, autos a
control remoto, caballos de madera, ‘Legos’
de origen indefinible y un cuantuay de juguetes se apilaban en los ya
estrechos espacios. Cada tanto, a la voz de un ‘sapo’, los ambulantes agarraban
las cuatro puntas de sus mostradores improvisados y se perdían entre la
multitud, como si estuvieran de compras. Era cosa de darse vuelta y a 50 metros
aparecían dos figuras de verde oscuro que caminaban cansinamente, lateadas por la ingrata tarea que les
encomendaban. Hay labores policiales
impopulares, es cierto, pero esta y ahuyentar a los cantantes callejeros deben
concitar el rechazo del público que no entiende que las normas hay que
acatarlas, más allá de la preferencia.
La
gente hacía como que no miraba, aunque lo hacía de reojo. La familia Miranda en
acción, aunque nadie se atrevía a mediar, que Dios sabe en qué lío te clavai,
que los pacos nunca llegan, que después te llaman a declarar y tení que pedir
permiso en la pega. Mientras, el grandulón, haciendo caso omiso de la
audiencia, siguió enrostrándole a la chica que
miraba a tal o cual huevón; la chica se disculpaba diciendo que era un
amigo, que lo único que hizo fue saludarlo. Pero como él era tan celoso, que no
era su dueño, que ella era libre, que maricón es el que golpea a una mujer, que
ni su papá le pegó, que él se fuera a la chucha que nunca más lo iba a
aguantar, todo en medio de empujones de uno y carterazos de la otra.
¡Zas!
Que se viene otra cachetada y la chica se bambolea, trastabilla y para no caer
se afirma en un poste. Una pareja de amigos, que se había detenido a mirar,
decide intervenir. Encaran al matón, que cómo se le ocurría pegarle, que si
sabía cómo tratar a una mujer, que no veís que soi más grande, ahueonao. Bastó
esta incidencia para que el gentío que esperaba este gesto se abalanzara sobre
el sujeto y comenzaron, primero, a gritarle, y luego a tirarle combos, patadas,
salivazos, qué te creís, conche…, que le pegai a la cabra, en una sinfonía
desordenada. El ahora agredido –cómo nos cambia la vida – solo atinaba a
protegerse con las manos, mientras musitaba perdón, perdón, no fue mi culpa, es
esta mina que anda puro hueveando.
La
situación se había escapado de control, recordaba los linchamientos de ‘lanzas’
vistos por televisión. Era la masa indignada que castigaba por sus propias
manos. ¿Será que nadie cree en la justicia ciega en este país? – pensó.
La
muchacha, al ver el giro que tomaba, intervino, que nunca había sido así,
que estaba presionado por el trabajo, que era un buen hombre, que ella se lo merecía por andar hueveando, que
no le estaba pegando, que lo amaba.
Con
la cara ensangrentada y más de alguna costilla hundida y sus buenas patás en la
ra…, el matón matoneado se dejaba
acariciar por la chica. Le había salido cara la escena de celos. Para otra vez,
que sí la habría, porque esta huevona es buena pa’l hueveo, se cuidaría de
hacerla pública, se la guardaría para la casa, allí los dos solitos. Veremos quién se mete.
Entre
perdones mutuos, la pareja se marchó. Él se llevaba recuerdos vívidos; ella, la
certeza de haberlo salvado. Aunque la espiral de violencia recién comenzaba. O
quizá había cruzado el umbral del crimen. ¿Cuántos comienzan así?
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