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Al igual que cuando se ama a una mujer no se racionaliza diciendo: “la amo porque mide 90 – 60 - 90, porque tiene el pelo rubio o negro, porque es ingeniera, profesora, secretaria, estudiante o dueña de casa, porque domina el inglés, porque es alta o baja, porque es escultural o ‘rellenita’, porque cocina bien o por un sinfín de razones", amar al Popular es así simplemente: se ama. Y se ama para siempre, como cuando se ama a la mujer escogida.

Crecí con la radio en la oreja, en medio de tíos y mi padre, allá en Chuchunco, fundo del antiguo Cerrillos cuyo nombre forma parte del folclore (vive por Chuchunco, refiriéndose a que vive ‘allá donde el Diablo perdió el poncho’),  disfrutando y sufriendo con los relatos de los partidos del Cacique – que en ese entonces no era aún el Eterno Campeón, término que se acuñaría en las décadas siguientes -; gocé con los largos ¡Gooooooooooooooooooooooooooooooooooool de Colo Colo! con que el corazón se henchía, en medio de saltos y abrazos. La euforia recorría el cuerpo y una sensación indefinible marcaba el desarrollo del día y la semana. Al igual que la derrota provocaba un dolorcito que punzaba de vez en cuando, pero siempre estaba vivo, muriendo a la semana siguiente cuando el Albo jugaba y esta vez ganaba.

Mi padre se encargó de nutrirme del amor por el Popular, contándome de la separación de Magallanes, de la formación del club y de la tragedia de David Arellano en Valladolid, historia dolorosa que sirve de fundamento para el temple del colocolino: aunque caigas, levántate, pues la vida es eso, ni más ni menos.

Colo-Colo 73 y su injusta derrota – la mafia del Atlántico, dicen los cronistas deportivos – vive aún en mi recuerdo.  El 91 fue el éxtasis, primero disfrutando los goles de ‘Luchito’ Pérez y Leo Herrera ‘junior’, y luego repletando la Avenida Valparaíso en mi Viña natal, al lado de mi hijo del alma y mi cuñado querido, junto a miles de chilenos con los que compartíamos la única y mayor victoria del fútbol nacional. Por fin, nadie más nos cantaría ‘La Copa, la Copa se mira y no se toca’, y el responsable era el Cacique.

Somos millones, repartidos en nuestro país y el mundo. En cualquier estadio verás camisetas blancas con el indio en el pecho. Somos el más popular y exitoso del país, y estamos arraigados en la identidad nacional, aunque les pese a nuestros enemigos. Desde chico aprendí que en el fútbol se es colocolino o anticolocolino. Las otras aficiones son solo subterfugios para esconder la tirria que se le tiene al Cacique. ¿Por qué? La deduzco, pero no es materia de esta crónica.

Con mi padre aprendí también que el fútbol da revanchas, que hoy pierdes, pero mañana ganas. Toda derrota la relativizaba diciendo: “- Es imposible que Colo-Colo gane todo; a mí también me gustaría, pero no puede ser. El camino del éxito implica derrotas, dolores, fracasos, pero cuando llega la victoria se disfruta más porque se conoce el camino que se recorrió para llegar a ella. Por último – remataba en sus típicas dicotomías - ¿prefieres ganarle a tal equipo y perder un logro fundamental o al revés? Pocas veces tienes todo lo que quieres; muchas veces hay que escoger.

Repaso la historia del Eterno Campeón – hoy llamado así con total justicia – y sus éxitos deportivos enceguecen, son incomparables, inigualables. Podría citarlos, pero haría que mi pecho se inflara más; todos los conocen, aunque no quieran reconocerlos. Pero, como cuando se piensa en la mujer amada, te basta con que para ti sea la mujer más hermosa del mundo y el resto de las opiniones te resbalan. Así es con el Popular, se ama incondicionalmente, así como se aman a la mujer, a los hijos y a la profesión. Da lo mismo lo que piensen otros.

Colo-Colo está de cumpleaños. La mitad más uno de los chilenos está celebrando. Yo soy uno de ellos y me acompaña mi familia, toda alba, obviamente, pues el amor por la enseña blanca se traspasa.

¡Grande, Colo-Colo de mi corazón!

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