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Se
reunían cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los cerros porteños. De a
poco comenzaban a llegar los primeros que terminaban de tomar once: pan con
margarina y un té dulce, a veces huevo con tomate o cebolla, todo revuelto con
una pizca de ajo, comino, pimienta, dependiendo del gusto. Los más encopetados
disfrutaban del dulce de membrillo, la mermelada o el manjar e hinchaban el
pecho cuando les preguntaban ¿qué comiste? La mortadela en ocasiones especiales hacía su
aparición, mientras el jamón era desconocido en esos lares, casi tanto como el
queso. Es que la vida era difícil en los cerros. Escasamente alcanzaba para
‘parar la olla’, pues las bocas en todo hogar modesto son muchas. La Cantata
Santa María de Iquique recuerda, si no me equivoco, que el mal de la mujer pobre es el útero
prolífico, pues los hijos se suceden con una rapidez pasmosa y el control de la
natalidad es pura poesía del Olimpo para ella. Ni siquiera sabe qué es eso.
Dinero
en movilización casi no gastaban, pues se echaban cuesta abajo, sea por las
estrechas callejuelas o por las abismales escaleras, a veces, por los
ascensores a ‘medio morir saltando’ que, curiosamente, recuerde, nunca han tenido un
descarrilamiento. De ropa no hablemos, pues la mayoría se surtía en los
baratillos tan populares en la feria de la Avenida Argentina o usaban las
prendas ya raídas de sus hermanos mayores o lo que una vecina de buen corazón
regalaba para vestir a – Tanto hijo que tiene la vecina. Total, lo que uno
desecha a otro le sirve.
Ya
era casi la veintena. Mocosos de 8 a 14 años rodeaban a sus líderes, cargos que
se disputaban ‘El Guatón’ y el ‘Hualo’, los mayores y más ‘pelusones’, expertos
en tiro con honda, tirarse en carretón de esos con rodamientos y estructura
artesanal de madera (- mi papá me lo hizo), ‘garabateros’ consumados y hasta se
habían pegado algunas piteadas de un puchito por allí, de esos que recogían de
la calle justo cuando algún mayor los había botado.
En
el plan de la Ciudad Jardín, a esa misma hora, por calles pavimentadas, árboles
frondosos y con luminarias que hacían ruborizar a la noche con sus potentes
focos, se reunía un grupo de chicos bien
vestidos, abrigados y con una apetitosa merienda en el cuerpo: té con leche,
pastelitos y pan tostado con mantequilla, aderezado con mermelada de mora, contundente
y con frutos enteros, de esa que solo se ve en supermercados de nivel, de esos
que se repletan para las compras del mes. Ríen y saltan alegres, pues nada los
inquieta: el presente les sonríe y el futuro se ve halagüeño.
‘El
Guatón’ dijo: - ¡Juguemos a los países!
- No seai maricón – interrumpió el ‘Hualo’. Ese juego es pa’ jugar con las minas y somos puros hombres.
- ¿Y a qué jugamos, po’ Guatón? – preguntó el interpelado.
- Al ring, ring, raja – respondió ‘El Guatón’.
- ¿Qué es esa hueá?
- Puta, el huevón atrasao. No tení idea. Mi papá, que sabe de estas cosas, me contó: vamos caminando, haciéndonos los hueones y de repente vemos un timbre, lo tocamos y arrancamos. Nos escondemos y de lejos vemos cómo el dueño de la casa sale y no ve a nadie. El hueón que se queda atrás paga el pato, porque el dueño seguro lo tapa a chuchás o le pega la rica patá en el poto.
- Ya, pero ¿dónde hay timbres en la población? Con cuea hay faroles y los perros están de timbres.
- Vamos pa’l Cerro Alegre, po’ ahueonao. Mi papá es jardinero de unas casas cuicas de ahí y me dijo que todas los tienen.
- Ya po’, hueón. Vamos.
- No seai maricón – interrumpió el ‘Hualo’. Ese juego es pa’ jugar con las minas y somos puros hombres.
- ¿Y a qué jugamos, po’ Guatón? – preguntó el interpelado.
- Al ring, ring, raja – respondió ‘El Guatón’.
- ¿Qué es esa hueá?
- Puta, el huevón atrasao. No tení idea. Mi papá, que sabe de estas cosas, me contó: vamos caminando, haciéndonos los hueones y de repente vemos un timbre, lo tocamos y arrancamos. Nos escondemos y de lejos vemos cómo el dueño de la casa sale y no ve a nadie. El hueón que se queda atrás paga el pato, porque el dueño seguro lo tapa a chuchás o le pega la rica patá en el poto.
- Ya, pero ¿dónde hay timbres en la población? Con cuea hay faroles y los perros están de timbres.
- Vamos pa’l Cerro Alegre, po’ ahueonao. Mi papá es jardinero de unas casas cuicas de ahí y me dijo que todas los tienen.
- Ya po’, hueón. Vamos.
En
medio del griterío, el grupo de chicos se lanzó cerro abajo en busca del
mentado lugar. Iban felices, saltando y chocándose en el aire, cayendo a veces
enredados al suelo y parándose en medio de la alegría del resto. En la ciudad
vecina, otros chicos se ponían de acuerdo para lo mismo: atacarían, eso sí, a
los vecinos que vivían a casas de las suyas, sin gran riesgo, que no sea que
algún dueño de casa, envalentonado, saliese a perseguirlos.
Nadie
sabe cómo surgió el ‘ring, ring, raja’; lo cierto es que echando la
especulación a correr, debió haber sido un adolescente ocioso e imaginativo, que
quiso desquitarse de algún vecino desagradable, tocando el timbre y arrancando
hasta perderse (de allí el ‘raja’, o ‘rajado’, ‘apretar cachete’, ‘cueva’ y
otros terminales del cuerpo parecidos). La gracia estaba en dividirse en grupos
o dejar aislado a alguno, tocar el timbre y correr a lo que dieran las piernas,
perdiéndose en algún recodo, detrás de un árbol, de los que abundan en las
calles chilenas, aguardando a que saliera el dueño de casa, mirara a ambos
lados y al no ver a nadie se entrara maldiciendo a – estos mocosos de mierda
que no tienen nada que hacer – en medio de las ahogadas risas de los autores y
del susto de los rezagados.
Pero el juego no terminaba allí, sino seguía
interminablemente hasta que el cansancio hiciera amainar la fortaleza de los
niños y se fueran a casas a dormir como angelitos. Más de alguna vez, fueron
perseguidos por perros vagos, que de
vagos vagan por calles pudientes y de las otras en busca de alimento
desperdigado en bolsas o por la mano amiga de algún mortal que no entiende que
lo malo no está en alimentarlos sino en no hacerse cargo, que es como dar una
limosna, pues cree calmar su conciencia con unas cuantas monedas o unos granos
de comida para perros. Ahí sí que era de héroes de cómics acelerar las piernas
y ‘apretar cachete’, a lo Flash, dejando la pura estela detrás, como alma que
se lleva el viento.
Dejaremos
a los niños en su juego inocente: unos encaramados en el ‘high’ cerro porteño;
otros, en el tranquilo sector viñamarino. Unos, corriendo entre veredas con
adoquines dislocados y pavimento hinchado por las raíces de los añosos árboles;
otros, por planos senderos de las luminosas y amplias calles de Las Vegas
chilena. Más de alguno no resistirá un grito de dolor al tocar un timbre con la
descarga eléctrica de un vecino malhadado que, para evitar la ‘tomadura de
pelo’ reiterada, conecta los cables al dispositivo metálico, mientras sus
compañeros de juego celebran el incidente con risotadas y golpes en sus
piernas; otros, serán ahuyentados con maldiciones y hasta piedrazos; los menos,
caminarán como si fueran solo peatones inocentes, mientras esbozan una sonrisa
de complacencia al ver salir a los adormilados dueños de casa enfurecidos ante
los repetidos timbrazos.
Este
juego no termina. Será heredado por nuestros hijos y seguirá siendo el terror
de las casas y de sus dueños.
¡Juguemos
al ring, ring, raja!
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