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Desesperanzador, sin duda. E hice mal en
anticipar el juicio, por lo que van mis disculpas. Una vez que lean el relato,
sé que compartirán mi estado. Esperanza no hay.
Me la contó un Profesor y, como siempre,
trato de reproducirla tal como la oí:
- Trabajé
dos años en una escuela del SENAME – contaba el Profesor.
Mientras en TV mostraban a cinco menores
que protagonizaban un ‘portonazo’, nombre inventado – cómo no – por algún
imaginativo periodista, seducido por el sensacionalismo del término y que,
seguramente, era felicitado por su jefe por tan novedosa palabra.
Su cara, habitualmente llana y
sonriente, se ensombreció a la sola aparición del recuerdo.
- Vi
peleas entre Profesores, agresiones de Profesores a Profesoras. Era un mal
ambiente, casi como contagiado por el clima que se vivía en la escuela –
prosiguió.
Me miró como esperando alguna frase,
pero aguardé expectante. La historia me interesaba sobremanera, en particular
aquellas donde los Profesores son protagonistas. Sus experiencias, traumáticas
o dulces, siempre son significativas y sirven para valorar las tareas
sobrehumanas que muchos cumplen oscura y silenciosamente. Por eso callé.
- Solo
para que tenga una idea, le cuento que los niños y jóvenes eran traídos a la
escuela en buses especiales. Una vez que bajaban, muchos se escapaban y se
dirigían al plan del Puerto. Vamos a
trabajar, decían ellos, y se dispersaban por Avenida Pedro Montt y calles
aledañas. A las horas, volvían con celulares, dinero y mochilas, en medio de risas burlonas y un
aire de superioridad. La vieja ni se resistió, decía uno; las cabras soltaron
todo a la primera, decían otros. Un h… se me puso choro, pero le mostré el
cuchillo y arrancó.
Su
rostro, ya ensombrecido por el relato, comenzó a pintarse de dolor. Miraba a
sus pies, mientras proseguía:
- Mis
clases de matemáticas eran terribles. Pese a que eran pocos ‘cabros’, sabía que
debía imponerme, pues la ley del más fuerte permitiría mi sobrevivencia. Si no
lo hacía, moriría en el intento. Cuántas veces fui amenazado, ya las olvidé.
Con cuchillo, a ‘combos’, con frases como – Profe, si no me arregla la nota, lo
esperaremos afuera con unos amigos y arreglaremos esto. – Profe, sabe, no me
huevee, que vengo obligado, y lo único que me interesa es ir a robar y
drogarme. El resto me lo paso por la r… Tuve que comprarme un elemento
eléctrico para defenderme. Cuando un mocoso se me arrimaba con claras
intenciones de agredirme, lo enarbolaba en sus narices. Alguna vez lo usé, muy
a mi pesar, pero sabía que era él o yo.
- ¿Y
los inspectores – lo interrumpí -, el director, los gendarmes?
- Nada,
Profesor. Allí solo servían los golpes. Además, llamar a un superior suponía mi
incapacidad de manejar la disciplina. Y eso era lo peor ante los ‘mocosos’,
pues significaba pérdida de autoridad. Estaba solo, con mi inteligencia y
asertividad. A golpes o con la razón, mis únicas armas.
- ¿Y
por qué no se retiró? – le dije, a sabiendas de la respuesta, pero me
interesaba lo que iba a contestar.
- Soporté
dos años, los peores años de mi vida, ahora lo puedo aseverar. ¿Por qué aguanté
tanto, dice? Porque no tenía otra opción laboral, es la verdad. Y con dos
hijos, no tenía que pensarlo.
Permanecí en silencio, más que todo
porque no sabía qué decirle. Imaginaba sus días, la llegada, la salida, el
dolor, la desesperación, la nebulosa del futuro que se cernía sobre él. Y no
sabía qué decirle. Y pensar que tantos especialistas en educación se jactan de
tener las fórmulas para resolver problemas como este y jamás, o quizá solo en
sus inicios, pisaron un aula. Ya los quisiera ver en salas de clase, ni
siquiera como estas, ni siquiera parecidas, solo salas de clase. El portazo de
la realidad, muchas veces cruda, los dejaría mudos y enterrarían sus fórmulas,
pues no les servirían.
- Me
di cuenta, Profesor – siguió con su letanía – que estaba afectándome, cuando
comencé a golpear a mis hijos, cuando los ofendía, garabateaba, su llanto no me
amilanaba, al contrario, me ensoberbecía, y el ambiente en mi casa se hizo
insostenible. Vi en un fogonazo el abismo sin retorno donde se desplomaba mi
familia…, y corté. Hablé con mi señora,
en los escasos momentos de paz y diálogo que quedaban, y le conté, entre
lágrimas, lo que pasaba, lo que veía venir, lo que sufría. Y me apoyó, por lo
que a la semana siguiente, le expresé al director que me iba, aunque fuera sin
un peso, pues había otras prioridades.
Aceptó sin reservas, con un asomo de envidia por no poder hacer lo propio.
Y así soporté los últimos cinco días, decidido a no dejarme aniquilar, aunque
fueron los días más largos de mi vida. Y aquí estoy, trabajo feliz y gano lo
suficiente para que mi familia viva con dignidad. ¿Mis hijos? Hablé con ellos y
derramé muchas lágrimas en sus hombros, les pedí perdón y hoy hemos vuelto a
ser lo que fuimos durante mucho tiempo. ¿El arma? La enterré y cada tanto
pienso en ella, el recuerdo visible de una etapa que espero no volver a vivir.
Ya habrá otros que vengan con nuevas ideas para solucionar ese problema. Yo, no
pude.
El silencio retornó. Miré a mi alrededor
y vi que todos estaban atentos al desenlace de la historia. Callaban. Solo
callaban. Afuera, la vida seguía su ritmo: autos veloces circulaban por la
ventosa Avenida Brasil, mientras jóvenes salían y entraban al edificio. Otro
mundo.
Salí fortalecido, lo confieso.
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