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Nada más entrar a su casa y veías jaulas repletas de conejos, canarios,  encopetados guacamayos y humildes loros caseros, decenas de hámster, acuarios con peces multicolores y tortugas diminutas.

Perros y gatos te saludaban amistosamente, moviendo la cola y restregándose contra tus piernas en un afán de hacerte saber que eras bienvenido. 

Destacaba, en el medio de la sala, una gran mesa sobre la que reposaba un insectario descomunal: ‘chinitas’, escorpiones, arañas ‘pollito’, mariposas, de las nocturnas y las diurnas, con sus alas como pintadas a mano; pero la figura central era una imponente ‘madre de la culebra’, capturada en alguno de los cerros del Chile húmedo y lluvioso.

Por eso, nadie se extrañó cuando una mañana él yacía de espalda, mientras un alfiler con prominente cabeza verde  sobresalía de su corazón. 

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