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Un
Estadio Nacional abarrotado; miles de camisetas albas, rojas y negras, en cuyos
pechos campea la insignia del Cacique; sonidos acompasados de bombos que no
veo; una barra que contagia con sus consignas y cánticos de gloria; parejas,
familias y grupos de amigos otean las graderías en busca de una buena
ubicación. Son las siete y ya se respira la final de la Copa Chile.
El
Eterno Campeón la ganó por última vez en 1996; su rival, en 1984. La mesa está
servida para el festejo de quien mi corazón ya percibe, adivina, intuye,
anhela.
Ver un
partido en el estadio tiene magia, distinta a la cómoda del living de tu casa,
aunque sea en HD. Por ello, un audífono con el relato de la ADN se une a tu
vista aguda y forma parte del ritual.
El sol
ya se oculta luego del día más caluroso del año, mientras las luminarias
comienzan a encenderse.
Everton
tiene la pelota, pero se limita a buscar a Ceratto, quien choca una y otra vez
contra el bastión defensivo; es anticipado por arriba y superado por abajo.
Veinticinco
minutos dura la resistencia oro y cielo: Rivero cabecea y el lento Lobos ve
cómo el balón traspone la línea de sentencia; once y trece minutos más tarde,
respectivamente, ‘El Intratable’, ‘El bendito del área’, ‘Visogol’, marca una
diferencia irremontable. La zurda maravillosa hace estériles los intentos del
meta viñamarino y la cuenta suena lapidaria.
Fierro
y Rodríguez se dan un festín con los zagueros contrarios. No entiendo por qué
‘Vitamina’ Sánchez no hizo ingresar a Ragusa o a Diego Rojas. La batalla la
perdieron en el mediocampo.
Martín
encara, ya en el segundo tiempo, por la izquierda, burla a dos zagueros y
emprende la carrera, mira, centra y Fernández se eleva sobre su marcador
concretando la cuarta cifra. Nosotros, a cincuenta metros, justo en la línea de
gol, vimos cómo se elevaba e inflaba las redes con su certero cabezazo. Fue
indescriptible.
La
algarabía se desata en el estadio. Ya es goleada. Las tres G se concretan:
Gana, Golea y Gusta. A los acordes del Himno del Popular, una tradición en los
últimos minutos de cada partido sea cual sea el resultado, se encienden los
corazones y enronquecen las gargantas, ya deterioradas por los cantos y gritos
de gol.
Los
abrazos se multiplican y las botellas de agua que debimos botar a la entrada,
los kilómetros caminados, el calor sofocante, los baños sucios, los toqueteos
de los guardias a la entrada, quedan atrás. Ya nada importa. Solo el Eterno
Campeón.
Vi los
goles en su escenario natural. Y los vi con mi hijo amado. Él, con su camiseta
de MacNelly Torres, y yo, con la de Giovanni Hernández. Y los gritamos, y
reclamamos contra el arbitraje. Y nos abrazamos, y chocamos las manos después
de cada buena jugada. Y fui otro, como siempre digo, con el
¡Gooooooooooooooooooool.!
Y nos vinimos de vuelta, caminando, perdidos entre la muchedumbre de camisetas albas, rojas y negras, conversando, comentando el partido, hablando de esto y de lo otro, con el audífono pegado a la oreja, escuchando a los Tenores de la ADN, como siempre. Los bocinazos nos recordaban que el Eterno Campeón había triunfado nuevamente.
El
Cacique tiene esa magia, provoca ese efecto en mí. Me transforma. Le doy las
gracias desde el fondo de mi corazón Albo.
Le doy
a gracias a mi amado padre por haberme hecho colocolino. Y sé que estará con el
corazón radiante al ver a mi hijo del alma colocolino como él y como yo.
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