- ¡Hijo, ven! ¡Apúrate!
El
llamado de la mamá sonó estruendoso en la casona de tres pisos. De cielo raso a
más de cuatro metros, de anchas piezas con murallas cubiertas de papel mural y
repletas de cuadros con familiares ya
idos, otorgaba una resonancia especial a cualquier voz humana.
- ¡Rápido!, urgió la mamá.
Me
acerqué a mi mamá que estaba en la terraza y miraba hacia abajo.
Miré
hacia abajo y vi a tres tipos mayores. Uno, el más alto, vestía una gabardina
oscura, cuello de gamuza negra, camisa alba y una corbata negra. Llevaba un
jockey con larga visera, de esos de los jinetes del Hipódromo. Justo miró hacia
nosotros, atraído por el bullicio de mi mamá o porque sintió la fuerte miraba
nuestra. Pude, así, ver una nariz aguileña y parte de un perfil que nunca
olvidaré, pese a que en ese entonces ignoraba de quién se trataba.
- ¿No sabes quién es? – me reconvino – Pablo Neruda, el gran Pablo Neruda.
- ¿Y quién es Pablo Neruda? – le dije medio asustado, porque mi mamá se daría cuenta de que apenas estudiaba en el colegio.
- El poeta, pues. El poeta, el que vive en Isla Negra.
- ¡Ah! – dije, ignorante del fulano en cuestión.
Más
tarde, cuando le pregunté a mi papá, pues él sabía todo lo que pasaba en el
mundo, gracias a que leía todos los días El Mercurio de Valparaíso, me precisó:
- Don
Pablo gusta de venir a ciertos lugares del sector. Se complace en la buena
mesa, vino de calidad, charlas eternas de sobremesa y mujeres bonitas, de esas
que cobran – esto último haciéndome un guiño que a mis escasos diez años me
inquietó durante mucho tiempo hasta que uno de mis amigos mayores me lo
explicó. Aún me río de mi ignorancia pueril.
(Esta
historia llegó a mis oídos de primera fuente e intenté relatarla como me la
contaron)
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