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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Abrió
la puerta sin prisa. Silenciosamente hizo girar la llave, mientras escuchaba
los gritos de su hijo.
Apareció
en el pequeño y humilde living, sonriente, como siempre lo hacía, aunque
estuviera cansado. Que barre allá, que trapea acá, que sacude los escritorios,
que limpia los vidrios, que saca esto de la camioneta, que guarda, que vuelve a
sacar, que anda a comprar, que esto y lo otro. Llegar a su casa era el remanso.
Saludó
y no se lanzó sobre el sillón como acostumbraba a descansar unos minutos, pues
caminar dos cuadras, desde donde lo dejaba la ‘micro’ destartalada - esas que
mandan a los cerros del Puerto, donde viven los pobres, los olvidados de los
gobiernos - esquivando los hoyos y los
huevillos, con sus 110 kilos, no era tarea fácil.
Besó
a su mujer, a su hija de 12 y a su primogénito de 14, como siempre, con un
abrazo y un ¿cómo ha estado tu día?
En
unos pocos segundos retornaron los aires de normalidad. Nada en el ambiente hacía suponer que allí
hubo una violenta discusión. Quizá los ojos brillantes de su vieja, que
esquivaba su mirada, pero se hizo el desentendido.
Llamó
a su hijo y le pidió ayuda porque la ducha se había echado a perder. Se fueron
al baño conversando alegremente. Cerró la puerta, lo miró a los ojos con
semblante duro, y en medio de una
andanada de ‘cachuchazos’, le soltó:
-
Un silencio coronó sus palabras. Su hijo aguantó
su mirada profunda, pero cual cachorro que reconoce al amo apenas lo olfatea,
bajó los ojos y musitó:
Más
tarde, pasado el vendaval, habló con su vieja del alma. Entre sollozos, porque
los golpes que le dio le dolieron más a él que a su hijo amado, le dijo que tenemos que irnos de acá, que las
amistades del C..., que todos están metidos en la pasta base o en la yerba, que
no trabajan ni estudian, que a este mocoso le está yendo mal en el colegio, que
no sé si va o hace la cimarra. Su mujer se sinceró y le contó muchas cosas que
él no sabía, pues siempre entendió mal, que ser mamá era ocultar las tonteras
de los hijos en lugar de compartirlas con él, que la habían llamado muchas
veces del colegio porque peleó con este, con ese y estaba a punto de que lo
echaran.
Esa
noche tomaron la decisión. Eran pobres, pero pedirían ayuda a un hermano que
vivía allá por Playa Ancha, que el viento era terrible, pero era sano, el
ambiente era mejor, total estaremos casi en la entrada. Llegaré más pronto a mi
trabajo y lo cambiaremos de liceo, y lo iré a dejar y a buscar mientras pueda,
y hablaremos todos los días y no te esconderé nada.
Al
otro día, se pusieron en campaña. Al mes ya estaban en su casa, su nueva casa.
Ya
han transcurrido quince años. Cierta vez, visitaron el barrio donde vivieron.
Caminaron por sus veredas de tierra y saludaron a los amigos de adolescencia, a
los antiguos vecinos. Vieron cómo la droga había estragado los rostros de los
chicos con los que jugaba C..., les contaron que algunos estaban presos, que
otros robaban las propias pertenencias de sus casas para pagar las dosis de la
muerte, que algunos se asentaban en las esquinas a ‘machetear’ para el vicio y
unos cuantos habían muerto.
Su hijo,
hoy profesional de la construcción, le puso una mano en la nuca, lo acercó a su
cara y le dijo:
Las
lágrimas de aquel hombre rudo se fundieron con las del hijo de su corazón.
Derechos
reservados. ©
Comentarios
Muchas gracias por compartirlo, Héctor.
Saludos cordiales.