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‘En la vida hay
amores
Que nunca pueden olvidarse
Imborrables momentos
Que siempre guarda el corazón
Que nunca pueden olvidarse
Imborrables momentos
Que siempre guarda el corazón
Pero aquello que un
día
Nos hizo temblar de alegría
Es mentira que hoy pueda olvidarse
Con un nuevo amor’.
Nos hizo temblar de alegría
Es mentira que hoy pueda olvidarse
Con un nuevo amor’.
No se equivoque. Seguramente escuchó
estos versos en boca de Luis Miguel; sin embargo, si no fallan mis fuentes, los
popularizó Armando Manzanero allá lejos en el tiempo.
Como viñamarino de tomo y lomo,
amante de los espacios abiertos, ‘verde que te quiero verde’ (parafraseando a
Federico García Lorca en su ‘Romancero Gitano’), aire perfumado, puestas de sol
en el mar, mujeres hermosas, playas y sol, vientos huracanados en los cerros y
un estero que rompe en dos a la Ciudad Jardín, fui enemigo irreconciliable del
‘Topuer’ durante muchos años.
Venir y deprimirse eran un solo
sentimiento. Rehuía cualquier visita, la postergaba, decía sí, pero íntimamente
quería no. Hasta que llegaba lo inevitable y la Avenida España era mi tránsito,
con sus curvas eternas y peligrosas.
Hay dos tipos de amor: los que tu
corazón presiente te harán feliz, y te entregas anticipadamente al gozo de su
compañía. Otros, por el contrario, de los cuales solo esperas sufrimiento. La
razón te lo dice, pero haces caso omiso. Una parte de tu raciocinio – si es que
vale acá – te lo advierte.
Así es el amor por Valparaíso. Surgió
no sé cuándo ni por qué. Solo sé que allí está.
Y se sufre. Se sufre cuando ves las
esquinas húmedas, decenas de perros abandonados, un comercio callejero que es
más que la gente que duerme en ‘Pancho’, al porteño descuidado que deja las
bolsas de basura en las rejas de vecino, las quebradas atiborradas de trastos desvencijados.
De esto hablábamos con una Profesora
de Turismo, porteña, que sentía lo mismo que yo.
Valparaíso es uno de esos amores con
los que se sufre.
Y no puedes evitar amarlo. Es
incomprensible.
Como el amor mismo.
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