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Algunos dicen que son supersticiones;
otros los defienden a brazo partido; más de alguno se encomienda al propio para
que proteja a los suyos.
Esta historia me llegó ayer. Está
fresquita y lo único que espero es reproducirla con la misma convicción con que
me fue contada:
‘Soy Profesora. Vivo con mi hija
adolescente en la punta del cerro, literalmente, allá donde el Diablo perdió el
poncho o en el límite con Argentina, dicen mis amigos bromistas. Los que
conocen Las Torres, en Forestal, uno de los cerros viñamarinos, sabrán de lo
que hablo. Nos acompañan tres perros adoptados, ‘recogidos’ diría cualquiera
que no fuera animalista. De razas indefinibles, macizos, se alegran cada vez
que llegamos, y gustan de deambular por las cercanías, pero a nuestra llegada,
siempre están allí, moviendo la cola, saltando de alegría, lamiendo nuestras
manos.
Como hago clases todo el día, y en dos
establecimientos, como es común para la mayoría de los Docentes, hay veces en
que salgo muy tarde del vespertino. Si la movilización es regular en el día, en
la noche es escasa. Con mayor razón cuando pienso en que después de bajarme del
colectivo, debo caminar como diez minutos hasta mi casa, en medio de los pasajes,
ya a esa hora, con pocas luces encendidas.
Una noche venía más tarde que de
costumbre. Las inoportunas labores de última hora, que escanea, que imprime, que
atiende la consulta del alumno rezagado, dilataron mi salida.
Colectivo repleto. Ensimismada a ratos,
me interrumpían las conversaciones de la señora del asiento delantero, que
parloteaba animadamente con el chofer, mientras me decía cómo habla tanto si yo
lo único que quiero es llegar a mi casa, sacarme los zapatos, tomarme un té e
irme a dormir.
Paradero donde me bajo. La avenida luce
solitaria. Con algo de temor, como siempre que lo hago a esta hora, me
encomiendo a mi Ángel de la Guarda antes de emprender camino por entre los
pasajes.
Desaparece el auto en la esquina. Miro
alrededor. Nadie. No,
Dos siluetas, escondidas a medias detrás
de los árboles, se asoman. Me inquieto. Vacilo entre seguir caminando a su encuentro,
pues mi casa está en su dirección o retrocedo para golpear alguna puerta de las
casas cercanas.
Me digo que debo ser valiente y lo que
debe pasar pasará. Respiro hondo y emprendo la caminata. Las dos sombras se
aclaran. Dos muchachotes me miran a veinte metros, treinta, quince, no sé, y se
acercan sabiendo que me tienen. El corazón se agita, respiro angustiada, pero
ya emprendí el camino. No está en mis archivos momentáneos desandar el camino.
Me preparo.
Repentinamente, siento fuertes ladridos.
Más me asusto, pues a los dos probables asaltantes que se sumen perros, me hace pensar que efectivamente hay buena y
mala suerte.
Dos perrazos se acercan saltando,
meneando sus colas y ladrando amistosamente. ¡Son mis perritos!, no lo podía
creer.
Los acaricio, palmoteo sus lomos
mientras les hablo casi con lágrimas. Miro y ya no estaban los asaltantes.
Estoy segura de que mi Ángel de la
Guarda actuó.
Y nadie me lo quitará de la cabeza’.
Nota del editor: Yo también creo en el
Ángel de la Guarda.
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