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Extraído de Google: Chile |
El Hermano Ramón vivía allá
por Pichirropulli. Artesano en mimbre, sus creaciones eran variadas, hermosas y
versátiles, pues lo que le pedían lo hacía. ¿Necesita un respaldo para la cama?
Lo hacía. ¿Un macetero para regalo? Lo hacía. ¿Un juguete? Lo hacía. No tenía
límites, por lo que más que un simple mimbrero era un artista.
De regular edad, era alto,
hombrudo y caminaba con lentitud, como contando los pasos. Parecía
intrascendente, pero ¡ay de verlo en su tarea principal, la que le daba aires
para vivir un nuevo día con el ímpetu de la juventud! Era pastor evangélico y
de solo verlo parado allí, con su mirada potente al frente de la cincuentena de
hoscos campesinos, muchos de ellos llevados a la rastra por sus mujeres, impresionaba.
Su voz copaba todos los
espacios de la pequeña iglesia de madera y me recordaba al Padre Paneloux, de
‘La peste’ de Camus, o al cura de ‘San Manuel Bueno, mártir’ de Unamuno. Tales
eran la potencia, la persuasión, las tonalidades y la convicción con que
hablaba del pecado original, de la salvación, del Paraíso Terrenal, de Jesús y
del Maligno, que penetraban en tu corazón y te hacía tiritar de terror.
Evelyn, su mujer, y sus cuatro
hijos no compartían su creencia. A decir verdad, su esposa solo lo acompañaba,
cual Primera Dama, pero era silenciosa, retraída, distante, opuesta al
arquetipo de la mujer campesina, encaradora, valiente e hiperactiva. De los
cuatro ni hablar, pues no creían en nada, discutían todo y no sentían
interpelados por las creencias de su padre. El ocio era su distracción y todos
sabemos que este es la madre de todos los vicios.
Yo, en cambio, por influencia
de mi abuelita, Apolonia (y acá interrumpo a Andrea, mi narradora: Apolonia es un nombre griego que puede interpretarse como "hija
del sol", "perteneciente al dios Apolo", se considera como la
variante femenina del nombre Apolonio. Cabe mencionar a Santa Apolonia, mártir
virgen de Alejandría, quien fue quemada en la hoguera durante una persecución a
los cristianos en esa ciudad), religiosa
en extremo, consideraba la iglesia como mi tercer hogar, después de mi casa y
la escuela donde estaba internada durante la semana.
De allí mi relación con el
hermano Ramón. Creo firmemente que él veía en mí a un hijo anhelado, pues los
propios lo ignoraban y hasta despreciaban. Me enseñaba la Palabra, iba
frecuentemente a casa de mi abuelita donde ambos platicaban de Dios, las
creencias e incredulidades, todo esto frente a mí, cabra chica metida a grande,
pero que yo devoraba, pues aprendía de sus historias y dogmas, en medio de
mates amargos, sopaipillas con merkén y tortillas de rescoldo mientras afuera
llovía torrencialmente.
Con ambos aprendí a orar, muy
distinto al rezo de los católicos (´Padre Nuestro, que estás en los Cielos,
santificado sea tu Nombre, …’), que a fuerza de tanto repetir se pierde el
sentido de lo que se dice. Orar es un rito íntimo, una conversación de espíritu
a espíritu, con Dios aquí en mi corazón e intelecto, y cada hermano lo concreta
como se lo dictan su inspiración, sus agradecimientos, anhelos y
preocupaciones.
Con ambos, mocosa yo, aprendí
a dejarme llevar, a entornar los ojos, a volcarme hacia dentro, a quedarme
quieta y a dialogar con Él, cada vez en una oración distinta, así como cada día
es diferente.
Con ambos, y en mi amado
templo pichiporrulino, aprendí que la muerte, por muy dolorosa que sea,
significa el encuentro con el Señor, por lo que no se sufre, no se llora: se
celebra (ya lo contaré en otra ocasión).
Dicen que sanaba con las
manos, cosa que nunca vi, pero la fe del campesino mueve más que montañas, por
lo que era reverenciado y siempre oí cosas maravillosas de él.
Años después, yo me había
trasladado más al norte, específicamente a Puerto Montt, por asunto de
estudios, y ya había dejado atrás la adolescencia, por lo que mis proyectos de
vida me obligaban a tomar decisiones. Una de ellas era venirme, cosa que solo
tenía en barbecho, dejando que madurara. Por ello, no vi durante muchos años al
Hermano Ramón, pero su recuerdo perduraba. Me acordaba con frecuencia de él,
sobre todo en momentos de aflicción, estudio o soledad, y sus palabras volvían
a resonar en mis oídos: ‘Cultiva la paciencia’, decía cada vez en que debía
soportar a personas que yo sabía hacían todo para dañarme o impedir mis
objetivos.
Guardé durante años una mesa y
una silla, aptas para mi porte escaso de niña, hechas de mimbre, que dejé en mi
casa natal. Era el fruto de sus manos, curtidas por el frío y el trabajo, que
me regaló una Navidad cuando yo apenas me empinaba sobre la rústica mesa de mi
casa.
Ya casada, tenía por costumbre
cada vez que podía volver a mi terruño, pues muchas de mis amigas siguen allá y
las raíces nunca se olvidan, dicen.
Cierta vez, decidí parar donde
vivía el Hermano Ramón. No bien me bajé, lo distinguí. Ya no era el hombrón
macizo e imponente de otrora, pero mantenía la fuerza de sus ojos. Solo verme y
abrazarme fue un solo todo, en medio de mi sorpresa pues me había reconocido.
Algunas lágrimas furtivas rodaron por mis mejillas mientras disfrutaba de su
abrazo paternal y escuchaba su voz, potente y dulce, la misma que oía a la vera
de la mesa del comedor, allá en mi casa de Pichirropulli, cuando mocosa, e
intentaba desentrañar los misterios de la vida y la muerte.
Pasaron los años. Ignoro cuál
fue el motivo, pero en Internet curioseaba en las páginas de los diarios
regionales cuando vi en uno de ellos – el Llanquihue – la noticia del suicidio
de un hombre en un hospital de la capital. Su nombre me hizo sentido, pero no
lo asocié inmediatamente, por lo que fue solo una curiosidad.
En la noche, una vecina de mi
pueblo me llamo. Entre sollozos me contó la historia:
El Hermano Ramón, aquel hombre
querido y que tanta influencia ejerció en mi corazón, se había sentido mal, por
lo que fue al médico en la vecina ciudad de Paillaco. Luego de algunos
exámenes, este le soltó a bocajarro que tenía cáncer a la próstata, por lo que
debía prepararse para morir en pocos meses, dada el carácter avanzado en que se
encontraba.
Deprimido, fue a Santiago pues
los avances médicos en el centro del país eran innegables. Se internó en el
hospital de la Fundación Arturo López Pérez, pero esa misma noche se colgó en
su pieza.
Lloré no bien colgué el
teléfono. Lloré en silencio, mientras rezaba con voz queda por el descanso
eterno de su alma.
No pude evitar relacionar su
tragedia con la de San Manuel Bueno: nos hizo creer en la inmortalidad y el
Paraíso, mientras él se debatía entre las dudas más tormentosas. Si el Hermano
Ramón hubiese creído en la vida eterna no se habría suicidado.
Hoy no lo he olvidado. Y jamás
lo haré, pues cultivo la paciencia a diario, una de sus enseñanzas más vívidas.
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