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Embárcate en 'El Pecho 'e
perra’, una conmovedora narración que te sumergirá en la vida de un enigmático
personaje apodado así por su pecho velludo. Este campesino, conocido por su
destreza en arreglar cualquier cosa a cambio de unas monedas, se convierte en
el protagonista de una historia que revela su bondad y lealtad a la comunidad
de Pichirropulli.
A través de los ojos de la
narradora, descubre el misterio que envuelve al Pecho 'e perra cuando se cruza
con un forastero proveniente del norte. La trama se teje entre las intrigas del
pequeño pueblo, los chismes y la solidaridad, revelando secretos ocultos y la
verdad detrás del apodo peculiar.
Con una mezcla de humor,
ternura y suspenso, la historia explora la vida cotidiana en Pichirropulli,
donde el Pecho 'e perra se convierte en un personaje entrañable y sorprendente.
Acompaña a la narradora en un viaje a través de las tradiciones del campo, las
relaciones familiares y los lazos comunitarios que dan forma a esta historia
única. 'El Pecho 'e perra', una experiencia literaria que dejará una huella
imborrable en tu corazón.
![]() |
Estación de Pichirropulli, extraída de Google: Fickr |
Muy pocos sabían el origen de
su apodo, pero eran tan reservados aquellos que a los restantes solo nos
quedaba inventar.
Campesino, aunque el nombre
podía sonar rebuscado e injusto, pues nadie le conocía oficio de campo que no
fuese hacer ‘pololitos’ cada tanto. Era como el citadino ‘Maestro Chasquilla’,
que sabe de todo y no sabe nada, que hace lo que le pidan, pero a veces mal y a
medias. Nunca, sin embargo, se desprestigian, pues puede más la necesidad de
arreglar algo, por un lado, y la lástima, tan propia del campesino, por otro.
Si mi abuelita --
Apolonia, para quienes no la recuerdan-- necesitaba que alguien se
encaramase en el techo y martillara las tejas, llamaba al Pecho ‘e perra y
asunto arreglado. Que el vecino de más allá desmalezara las parras, partía el
Pecho ‘e perra’ y listo. Que yo quería que me arreglara la mesita o la silla de
mimbre que me regaló el Hermano Ramón, tembleque de tanto poner mis cacharros
de greda, allá llegaba el Pecho ‘e ´perra y la reparaba. En un abrir y cerrar
de ojos, y solo a cambio de unas cuantas monedas, la tarea estaba lista.
‘La rayuela corta’ era su
afición. Le ponía duro y parejo, del tinto, del blanco, de la chicha de manzana,
aguardiente, lo que llegara a su dominio era empinado sin atragantarse, que el
alcohol era su fuerte.
Pasaba entonado, es más, vivía
y dormía entonado. P’ al frío, decía las más de las veces, porque de verdad en
el pueblito el frío te lo encargo: llovía todo el año y la niebla húmeda
penetraba en tus huesos desde que amanecía hasta el anochecer.
Vivía solo en una choza armada con palos y barro. Afuera, una hoguera ardía permanentemente, de la cual en la noche sacaba unos cuantos tizones y los llevaba a un brasero que calentaba su vivienda.
¿Qué comía? Nadie sabía, pero
las especulaciones hablaban de murciélagos – que abundan en esas tierras -,
ratones, culebras y de la caridad de la gente. Pero en mi casa siempre tenía un
espacio: sobraban porotos con riendas y ¡zaz!, mi abuelita miraba por la
ventana. Allí, como si adivinase, estaba el Pecho ‘e perra, relamiéndose los
labios y el pecho acezante, mientras miraba a mi abuelita con una sonrisa de
agradecimiento.
A cambio, el Pecho ‘e perra me
narraba historias. Yo pasaba toda la semana de interna en la escuela, por lo
que mi abuelita guardaba los mejores almuerzos para cuando yo volvía a casa. Y
allí aparecía el Pecho ‘e perra. Justo a comer y a contarme sus relatos.
Polenta con papas, charquicán,
cazuela de vacuno, carbonada, pantrucas, ajiaco, causeo de patas con perejil y
cebolla y los infaltables panes amasados y tortillas de rescoldo me aguardaban
a la sola pregunta de mi abuelita:
- ¿Qué quiere almorzar, mi
niña del alma?
Nos acompañaba, sin embargo,
cuando íbamos al internado, a media tarde del domingo, y al regreso, el viernes
después de almuerzo. Pese a que no era de muchas palabras, nos trataba como si
fuera nuestro perrito faldero, lo que no disminuía en nada el atisbo de temor
que algunos le tenían . ¿Alguna vez nos
había hecho algo? Nunca. ¿Alguna vez se le vio en actitudes sospechosas? Nunca.
¿De dónde venía? Pocos lo sabían. Probablemente, había nacido acá y el alcohol
desmedido lo había hecho casi un paria silencioso. Los lugareños por eso lo
admitían y ayudaban, pues tenía mucho de ese servilismo ingenuo con las
mujeres, nunca un mal gesto, mirada o palabrotas. Era buen hombre el pobre. Su
presencia flaca y macilenta era parte del paisaje pichirropullano (aunque
me gusta más pichirropullense, acotó).
Cierta vez, algunos campesinos
reportaron la presencia de un afuerino, espiando por diversos sitios, escabulléndose
cuando venía gente. Se dispersó la inquietud, pues tanto animal suelto,
pastando por acá y por allá, motivaba al abigeato. No sería la primera vez que
encontraran los puros huesos de un novillo, un chancho o un cabrito. Las más de las veces, ni rastros de las
cabezas birladas.
Pese a su rusticidad, los
locales sabían de las duras sanciones que enfrentaban los ladrones de ganado,
pero había que pillarlos en flagrancia, darse el tiempo para avisar a
Carabineros del pequeño retén a kilómetros de distancia, engrillarlos y esperar
que la justicia cumpliera su tarea, lo que no siempre ocurría, por las razones
más intrincadas, a no ser que ellos la hicieran por sus propias manos
Allí en Pichirropulli, la ley
era respetada. No había crímenes, delitos graves ni nada que pareciera. Unos
cuantos escándalos por infidelidades (pueblo chico, infierno grande, dicen), a
veces las cercas corridas metros más, metros menos, un caído al frasco
(alguien a quien se le pasó la mano en el trago) que durmió afuera, castigado
por su señora, pero nada grave. Era, en síntesis, una rutina cadenciosa, dulce,
todos los días iguales.
Se encargó al Pecho ‘e perra
que vigilara, cual rondín profesional, si veía al desconocido. No debía
enfrentarlo, sino seguirlo, espiar sus movimientos, todo lo cual
podía hacer, pues conocía el sector como la palma de su mano, e informar al
hermano Ramón, el pastor del pueblo, quien vería las acciones que debían tomar.
A nadie se le pasó por la
mente otra razón que tuviera el afuerino para andar rondando que no fuera robar
animales. Un campesino, que venía de Nahueltoro, más al sur, contaba que allí
un hombre mató a una familia hace muchos años. Yo ni siquiera nacía, pero
suponía, dentro de mi mundo estrecho de ‘niña chica’, como me decía mi abuelita, que esas cosas eran exageraciones de la gente.
Fiel al mandato del pueblo, el
Pecho ‘e perra todos los atardeceres, antes de reunirse con Baco, iba donde el
hermano Ramón a darle las últimas novedades. Lo había visto en la tierrita de
los Pérez, cerca del hato de vacas de los González, husmeando el gallinero de
la viuda Mondaca, en fin, parece que tenía el don de la ubicuidad, porque
estaba en todas partes y en ninguna, cosa curiosa.
Acá, Andrea respiró hondo,
suspendiendo su relato. Mientras yo encendía el segundo cigarrillo de la tarde,
vi por el rabillo del ojo que ella me miró sostenidamente. Debe haber sido mi
imaginación, pero advertí un atisbo de dolor en su rostro, como queriendo
anticipar algo malo que se venía. Quizá lo sabía, quizá solo era mi
imaginación. Volví mis ojos hacia su rostro, como deseando preguntarle si le
pasaba algo, pero ella ya estaba mirando al cielo, en su gesto típico, embebida en sus pensamientos.
Mis amigas--
prosiguió-- le tenían algo de temor al Pecho e’ perra. No me preguntes por
qué-- me interpeló--, pues nunca nos hizo algo, pero ahí estaba el susto,
acechando siempre.
Cierto día, mi abuelita me
mandó donde una vecina a buscar unos encargos que yo debía llevar al internado
la semana entrante, pues se celebraban las Fiestas Patrias. Me fui por la
ribera del estero Percán (del mapuche Moho que, por la humedad, se
forma en diversas sustancias vegetales y animales), cuando escuché susurros
que provenían de los arbustos.
Me acerqué discretamente,
contraviniendo las recomendaciones de mi abuelita Apolonia (parece como si la escuchara:
- si ves algo extraño, arranca - me
decía. Lo único que me importa es que nada te suceda) y vi a dos personas
conversando. Una de ellas era el Pecho ‘e perra. ¿La otra? Un extraño cuyo
rostro no podía precisar, pues lo tapaban unas ramas.
Aguzando el oído --para esto soy
buena, decía mi abuelita, en medio de risas--, descubrí la historia que
marcaría las vidas de muchos y del mismísimo Pecho ‘e perra.
No pude ver el rostro del
desconocido, pero por el diálogo descubrí que era el afuerino. Escuché la parte
final de la historia, que se había venido caminando desde el norte, de San
Felipe, cientos de kilómetros, pasando hambre, frío, durmiendo donde lo pillara la noche, cambiando comida por trabajo, con la idea fija
de llegar a Pichirropulli, pues una tía común le había dicho que su primo
estaba acá, el primo con quien había crecido allá en los cerros de Rinconada de
Silva, y con el que se había distanciado casi irremediablemente por rencillas
familiares.
El Pecho ‘e perra callaba. La
voz de su primo se escuchaba como una letanía religiosa, de las mismas que
escuchaba todos los domingos en mi iglesita evangélica del pueblo, donde el
hermano Ramón se lucía con sus sermones, pero con la voz que calaba hondo.
Esta, al contrario, se mezclaba con sollozos, lo que me impactó.
No terminé de escuchar, pues
la conmoción fue profunda. Corrí a mi casa, donde le conté a mi abuelita
atropelladamente. ¿Qué hacer? Le preguntaba a cada rato.
Ella me abrazo, calmó, sentó
en su regazo y me sugirió que habláramos con el hermano Ramón para que él
recomendase caminos más adecuados. Yo, en mi espíritu infantil, quería decirle
a todo el mundo lo que había escuchado.
A la hora de once, llegó el
hermano Ramón. Solícitas, mi abuelita y yo alistamos el pan amasado, las jarras
con té y las vituallas que acostumbrábamos a comer en el campo.
Aproveché allí mismo para
preguntarle por qué el apodo de Pecho ‘e perra. Sonriendo, el hermano Ramón contó
que era por su pecho velludo, cual pecho de perra, así simplemente. Y el autor
fue alguien que lo vio en el estero mientras se bañaba. De allí quedó marcado para
toda su vida. ¿Su nombre real? Nadie lo sabía.
Nuestro guía espiritual dispuso
que él hablaría con el Pecho ‘e perra, dado que su contacto era estrecho, aprovechando
que todas las tardes este iba a rendirle cuentas de sus seguimientos al
afuerino.
Yo estaba impaciente. Primero,
porque no quería perderme protagonismo en la historia; segundo, pues en la
tarde del día siguiente debía irme al internado y pasaría una semana sin saber
noticias del acontecimiento. A mis doce años, permanecer en la incertidumbre
era un suplicio, además de que siempre he sido muy emocional en mis decisiones,
atributo que arrastro desde pequeña hasta el día de hoy.
Ya en el internado, parecía
ausente. Mi mente divagaba con un tema común: el pariente del Pecho ‘e perra y
cómo el hermano Ramón enfocaría el asunto. Hacía esfuerzos indecibles para concentrarme
en Lenguaje, mi materia favorita, y sus lecturas, que abrían mundos
maravillosos en mi mente inquieta. Lunes, martes, miércoles, jueves y viernes,
el anhelado viernes. Ya grande entiendo cuando muchos de mis amigos gritan
alborozados que llegó el viernes. Ahora lo entiendo, más de treinta años
después.
A la llegada del viejo bus que
nos trasladaba desde el internado de monjitas al pueblo, vi al hermano Ramón
con mi abuelita. Presurosos, me llevaron a casa, mientras me contaban a grandes
trazos lo ocurrido esa semana: el pueblo comenzó a sospechar de la actividad
clandestina, pues otros lugareños vieron juntos al Pecho ‘e perra y al afuerino
en más de una ocasión. Las especulaciones y chismes circulaban, hasta que el
hermano Ramón decidió ponerle fin instando a los aludidos a que contaran al
pueblo su historia.
El domingo, con la pequeña iglesia
abarrotada --hasta fueron los cuatro hijos del hermano Ramón, conocidos por su ateísmo--, pues el predicador había anticipado una noticia
impactante, todos estaban atentísimos. En el momento del sermón, deja el pase a los involucrados, quienes
confiesan la verdadera historia, ante el asombro y muchas lágrimas de los
fieles, que advertían los designios del Señor en este desenlace.
La comunidad reconoció la
nobleza en el actuar del Pecho ‘perra. A mí me felicitaron por tener oídos
atentos, aunque no era necesario, pero hinché el pecho de orgullo igual.
He acá la historia del famoso Pecho ‘e perra, a quien no he vuelto a ver. Han pasado muchos años, pero este verano visitaré a la familia que tengo allá e indagaré por todos quienes hicieron de mis días infantiles unas hermosas e invaluables experiencias.
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