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El Chacal de Nahueltoro


Mi fuente es un amigo de adolescencia, de esos queridos y entrañables, con el que mantengo un contacto diario y fluido, gracias a una de las recurridas y populares redes sociales.

Mi etapa juvenil transcurrió en la parte alta de la Ciudad Jardín, allí donde el viento y la lluvia se confabulan para recordarte la indefensión en que estás frente a las adversidades del clima.

Vivencias, millones de recuerdos, paseos, ‘changas’ callejeras o en la cancha del barrio, de esas de tierra, con piedras del tamaño de un puño, irregular, con arcos a medio morir saltando, pololas, fiestas y un sinnúmero de actividades y juegos que nosotros encarábamos con esa vitalidad juvenil del que nunca descansa. Forjé mi carácter al amparo de ese grupo de amigos – y de otros de Achupallas, Granadilla, Gómez Carreño, Villa Independencia, Villa Dulce, Santa Inés, ya se pueden dar cuenta de que fui cosmopolita -, pero estos son los inolvidables, de los que no hablaré, por lo menos ahora.

La pandemia nos dejó confinados en diversas regiones del país. Mientras unos pocos se quedaron en sus casas, a otros los sorprendió en sitios distantes, entre ellos a mi amigo, que está en el sur, junto a su señora y su suegra, en medio del campo, con las tareas comunes, entre las cuales subraya alimentar a las gallinas, hacer pan amasado y otras envidiables. Quizá no es su sueño, estimado lector, pero el mío sigue siendo el mismo: vivir en el campo, rodeado de árboles frutales, hortalizas y animales domésticos, dejando el tiempo libre para escribir oyendo el dulce y rítmico golpetear de la lluvia o disfrutando de la multicolor puesta de sol.

Luego del extenso preámbulo, iré a la historia narrada por mi amigo querido:

Nahueltoro es un poblado de no más de 480 habitantes. Ubicado en la ribera del río Ñuble, su gente vive de la agricultura y ganado, gracias a las intensas precipitaciones del invierno. En el tiempo de la historia, apenas contaba con 120 lugareños.

En realidad, el nombre del tristemente célebre ‘Chacal’ era Jorge del Carmen Valenzuela Torres. Nació en la localidad de San Fabián, al interior de San Carlos, al otro lado del río.

Hijo de padre desconocido, era apodado el ‘Huacho’. Pendenciero y bebedor desde pequeño, nunca fue a la escuelita rural del villorrio, de allí su analfabetismo y, quizá, su amoralidad.

A la mayoría de edad, abandonó su casa y se dedicó a deambular por los poblados cercanos, buscando trabajos esporádicos simples a cambio de un plato de comida y unas cuantas monedas: cortaba leña, ponía cercas, reparaba techos, todo lo que algún vecino requería. Dormía donde lo pillaba la noche y se tiraba encima unos cuantos harapos que llevaba consigo.

Cierta vez, sus pasos lo hicieron llegar hasta la localidad de Los Galpones, a algunos kilómetros de San Carlos. La sed lo agobiaba, por lo que se aproximó a una humilde casa, vio a una mujer de mediana edad que cortaba leña y le pidió agua.

Así fue como conoció a Rosa Rivas. Su esposo fue inquilino del fundo y trabajaba en la siembra de remolacha, materia prima del azúcar, a cambio del derecho para vivir y cultivar una minúscula porción para la alimentación de su familia.

Como dice Rubén Darío en ‘El fardo’, ‘su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad’: cuatro niñas y un bebé constituían su prole, a quienes había que alimentar y vestir. Muchas veces debió renunciar a un pedazo de pan para repartirlo entre tantas bocas hambrientas.

Un día, el dueño sufrió el robo de especies de labranza. El hombre supo quién era y lo denunció a su patrón, por lo que encarcelaron al autor.

Al poco tiempo, apareció el cuerpo del delator a la orilla de un camino: sin lengua y acuchillado, el castigo para los soplones. Así, Rosa se quedó con sus hijos y sin medio de vida, solo confiada en que el dueño jamás la expulsaría de allí. En este momento, su vida se cruza con ‘El Huacho’.

Luego del vaso de agua, le ofreció ayuda para cortar leña, lo que Rosa aceptó. A ello le siguió la invitación a almorzar, a quedarse y, en pocos días, se convirtieron en convivientes.

No bien supo esto el patrón, expulsó a la familia, argumentando que su compromiso era con la mujer y sus hijos. Por ello, debieron abandonar su pobre vivienda y emprender rumbo a otro sector.

Bordeando el río, encontraron un espacio donde construyeron una choza de unos cuantos palos parados cubiertos de pataguas, para paliar el frío nocturno. Allí, en medio de jergones tirados en el suelo disparejo de tierra apisonada a palazos, dormían acurrucados los siete.

La mujer recibía una escuálida pensión, con la que hacía milagros para estirar y alimentarlos a todos. La cobró y compró provisiones y vino, sí, vino para su nuevo compañero.

El Huacho se apoyó en un árbol y se puso a beber. Lo hacía con fruición, pues habían pasado días sin probar una gota y ya sentía las molestias de la abstinencia. Y así siguió y siguió hasta acabar las botellas. Pidió estérilmente, pues Rosa se rehusó a pasarle más dinero.

En un acceso de furia, agarró un hacha y asesinó a la mujer, luego al bebé y a la hija mayor. Las tres hijas restantes huyeron del lugar, pero llegaron a un arroyo, el que no pudieron vadear por su anchura. Ahí las alcanzó El Chacal y les dio muerte.

Pasaron los días y la gente del pueblo y las cercanías se dieron cuenta de la desaparición de la familia, por lo que iniciaron la búsqueda cerro a cerro, hondonada a hondonada, rastreando el río, en partes caudaloso por la temporada de lluvias que estaba en su apogeo.

Cuenta la suegra de mi amigo - a la fecha tenía diez años – que con algunas amigas participaron en el masivo rastreo; llegaron a un recodo del río, en el que hallaron los tres cuerpos de las hermanitas. Quizá si hubieran sido más grandes o el río más estrecho habrían podido salvarse.

Dieron con el fugitivo en las cercanías; fue apresado y, luego del juicio que concitó la atención del país, condenado a la pena capital.

Mientras esperaba el fusilamiento, aprendió a leer, un oficio y abrazó la fe católica, acciones que no sirvieron para liberarlo de la sanción.

La prensa, en tanto, lo rebautizó como ‘El Chacal de Nahueltoro’.

Una vez sabedor del dictamen, se defendía diciendo que nunca había recibido «enducación de naiden».

Hoy, si viaja a la zona, verá una animita e innumerables mensajes de agradecimiento por favores concedidos.


La pregunta la dejo para su fuero interno: ¿es responsable la sociedad, aunque sea parcialmente, del actuar de los individuos cuando han vivido siempre postergados?

Desde acá, y para finalizar, le envío un gran abrazo a mi querido amigo. Él sabe que quien quiera me cuenta una historia y haré lo posible para transformarla en cuento.


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