- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Vistas de página en total
2,339,567
Tus comentarios
Licencia Creative Commons
Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
La última publicada
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Mi
fuente es un amigo de adolescencia, de esos queridos y entrañables, con el que
mantengo un contacto diario y fluido, gracias a una de las recurridas y
populares redes sociales.
Mi
etapa juvenil transcurrió en la parte alta de la Ciudad Jardín, allí donde el
viento y la lluvia se confabulan para recordarte la indefensión en que estás
frente a las adversidades del clima.
Vivencias,
millones de recuerdos, paseos, ‘changas’ callejeras o en la cancha del barrio,
de esas de tierra, con piedras del tamaño de un puño, irregular, con arcos a medio
morir saltando, pololas, fiestas y un sinnúmero de actividades y juegos que
nosotros encarábamos con esa vitalidad juvenil del que nunca descansa. Forjé mi
carácter al amparo de ese grupo de amigos – y de otros de Achupallas,
Granadilla, Gómez Carreño, Villa Independencia, Villa Dulce, Santa Inés, ya se
pueden dar cuenta de que fui cosmopolita -, pero estos son los inolvidables, de
los que no hablaré, por lo menos ahora.
La
pandemia nos dejó confinados en diversas regiones del país. Mientras unos pocos
se quedaron en sus casas, a otros los sorprendió en sitios distantes, entre
ellos a mi amigo, que está en el sur, junto a su señora y su suegra, en medio
del campo, con las tareas comunes, entre las cuales subraya alimentar a las
gallinas, hacer pan amasado y otras envidiables. Quizá no es su sueño, estimado
lector, pero el mío sigue siendo el mismo: vivir en el campo, rodeado de
árboles frutales, hortalizas y animales domésticos, dejando el tiempo libre
para escribir oyendo el dulce y rítmico golpetear de la lluvia o disfrutando de
la multicolor puesta de sol.
Luego
del extenso preámbulo, iré a la historia narrada por mi amigo querido:
Nahueltoro
es un poblado de no más de 480 habitantes. Ubicado en la ribera del río Ñuble,
su gente vive de la agricultura y ganado, gracias a las intensas
precipitaciones del invierno. En el tiempo de la historia, apenas contaba con
120 lugareños.
En
realidad, el nombre del tristemente célebre ‘Chacal’ era Jorge del Carmen
Valenzuela Torres. Nació en la localidad de San Fabián, al interior de San
Carlos, al otro lado del río.
Hijo
de padre desconocido, era apodado el ‘Huacho’. Pendenciero y bebedor desde
pequeño, nunca fue a la escuelita rural del villorrio, de allí su analfabetismo
y, quizá, su amoralidad.
A la
mayoría de edad, abandonó su casa y se dedicó a deambular por los poblados
cercanos, buscando trabajos esporádicos simples a cambio de un plato de comida
y unas cuantas monedas: cortaba leña, ponía cercas, reparaba techos, todo lo
que algún vecino requería. Dormía donde lo pillaba la noche y se tiraba encima unos
cuantos harapos que llevaba consigo.
Cierta
vez, sus pasos lo hicieron llegar hasta la localidad de Los Galpones, a algunos
kilómetros de San Carlos. La sed lo agobiaba, por lo que se aproximó a una
humilde casa, vio a una mujer de mediana edad que cortaba leña y le pidió agua.
Así
fue como conoció a Rosa Rivas. Su esposo fue inquilino del fundo y trabajaba en
la siembra de remolacha, materia prima del azúcar, a cambio del derecho para
vivir y cultivar una minúscula porción para la alimentación de su familia.
Como
dice Rubén Darío en ‘El fardo’, ‘su mujer llevaba la maldición del
vientre de las pobres: la fecundidad’: cuatro niñas y un bebé constituían
su prole, a quienes había que alimentar y vestir. Muchas veces debió renunciar
a un pedazo de pan para repartirlo entre tantas bocas hambrientas.
Un día,
el dueño sufrió el robo de especies de labranza. El hombre supo quién era y lo
denunció a su patrón, por lo que encarcelaron al autor.
Al
poco tiempo, apareció el cuerpo del delator a la orilla de un camino: sin
lengua y acuchillado, el castigo para los soplones. Así, Rosa se quedó con sus
hijos y sin medio de vida, solo confiada en que el dueño jamás la expulsaría de
allí. En este momento, su vida se cruza con ‘El Huacho’.
Luego
del vaso de agua, le ofreció ayuda para cortar leña, lo que Rosa aceptó. A ello
le siguió la invitación a almorzar, a quedarse y, en pocos días, se
convirtieron en convivientes.
No
bien supo esto el patrón, expulsó a la familia, argumentando que su compromiso
era con la mujer y sus hijos. Por ello, debieron abandonar su pobre vivienda y
emprender rumbo a otro sector.
Bordeando
el río, encontraron un espacio donde construyeron una choza de unos cuantos
palos parados cubiertos de pataguas, para paliar el frío nocturno. Allí, en
medio de jergones tirados en el suelo disparejo de tierra apisonada a palazos,
dormían acurrucados los siete.
La
mujer recibía una escuálida pensión, con la que hacía milagros para estirar y
alimentarlos a todos. La cobró y compró provisiones y vino, sí, vino para su
nuevo compañero.
El
Huacho se apoyó en un árbol y se puso a beber. Lo hacía con fruición, pues
habían pasado días sin probar una gota y ya sentía las molestias de la
abstinencia. Y así siguió y siguió hasta acabar las botellas. Pidió
estérilmente, pues Rosa se rehusó a pasarle más dinero.
En un
acceso de furia, agarró un hacha y asesinó a la mujer, luego al bebé y a la
hija mayor. Las tres hijas restantes huyeron del lugar, pero llegaron a un
arroyo, el que no pudieron vadear por su anchura. Ahí las alcanzó El Chacal
y les dio muerte.
Pasaron
los días y la gente del pueblo y las cercanías se dieron cuenta de la
desaparición de la familia, por lo que iniciaron la búsqueda cerro a cerro,
hondonada a hondonada, rastreando el río, en partes caudaloso por la temporada de
lluvias que estaba en su apogeo.
Cuenta
la suegra de mi amigo - a la fecha tenía diez años – que con algunas amigas
participaron en el masivo rastreo; llegaron a un recodo del río, en el que
hallaron los tres cuerpos de las hermanitas. Quizá si hubieran sido más grandes
o el río más estrecho habrían podido salvarse.
Dieron
con el fugitivo en las cercanías; fue apresado y, luego del juicio que concitó
la atención del país, condenado a la pena capital.
Mientras
esperaba el fusilamiento, aprendió a leer, un oficio y abrazó la fe católica, acciones
que no sirvieron para liberarlo de la sanción.
La
prensa, en tanto, lo rebautizó como ‘El Chacal de Nahueltoro’.
Una
vez sabedor del dictamen, se defendía diciendo que nunca había recibido «enducación
de naiden».
Hoy,
si viaja a la zona, verá una animita e innumerables mensajes de agradecimiento
por favores concedidos.
La
pregunta la dejo para su fuero interno: ¿es responsable la sociedad, aunque sea
parcialmente, del actuar de los individuos cuando han vivido siempre
postergados?
Desde acá,
y para finalizar, le envío un gran abrazo a mi querido amigo. Él sabe que quien
quiera me cuenta una historia y haré lo posible para transformarla en cuento.
Comentarios