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Discurso del ascensor: La clave para presentar tus ideas con impacto

La pensión (cuento completo)

 Cuento

Como siempre, la fuente estará oculta detrás de Andrea, mi contadora de historias, la misma de narraciones muy populares de mi Blog.

En una de nuestras recientes tertulias amistosas, me dijo sin preámbulos que tenía algo que me iba a gustar, más allá del trago y los cigarrillos.

Sin más, ansioso por verla mirar al cielo en su gesto típico de inspiración, me acomodé y escuché con todo el cuerpo, como hay que hacerlo con ella, pues reclama atención:

‘Le ocurrió a un amigo –comenzó--, hace poco tiempo. Tuvo una juventud algo azarosa, deambulando por acá y por allá, en busca de un lugar donde asentarse. Originario de la capital, había llegado a la Ciudad Jardín buscando oportunidades laborales que se le mezquinaban en Santiago. Se empleó, pero con altibajos, por lo que –cabeza gacha y vencido—se devolvió y alojó donde su mamá, allá en la famosa población La Bandera, la misma de tantas protestas en los 80.

Conoció a una mujer y se relacionó con ella (la llamaremos Susana, por ponerle un nombre), más por combatir la soledad que por amor. A poco andar, se dio cuenta de su catadura, pero no le prestó atención. Total –decía para sus adentros--, no la quería para casarse y nunca lo haría.

La vida, sin embargo, tiene sorpresas. Y no siempre son agradables.

Cierta vez, Susana lo fue a buscar y le espetó sin miramientos, casi con orgullo, que estaba embarazada. El ladrillo en la cabeza lo sintió mi amigo, pues lo que menos había pensado era en traer un hijo al mundo, con ella, por lo menos. No, nunca con ella.

Pasó el tiempo. Nació una niña. Mi amigo se vino esta vez al Puerto, pues le ofrecieron un trabajo que le permitiría independizarse y pagar la manutención de su hija.

Le arrendó un departamento a la mujer, cerca de su trabajo, lo que fue un error garrafal: ella no paró de ir a esperarlo a la salida, todos los días. En más de alguna oportunidad, cansado por tanto acoso, la veía por la ventana del baño y se colaba del segundo piso, saliendo por la puerta trasera.

Todo se puso áspero cuando se jefe le advirtió que esta situación le traería complicaciones, incluso podría ser despedido, por lo que se puso manos a la obra: primero, dio aviso al dueño del departamento que ya no pagaría más, luego de lo cual se lo contó a la mujer, haciéndole ver que o trabajaba o debía devolverse a la capital.

Lo que esperaba se produjo: ella se marchó y perdió contacto.

Andrea se detuvo, bebió un sorbo de su ‘Aperol’, entornó los ojos, me miró fijamente, quizá para saber si aún yo estaba atento a su relato, mirada al cielo y respiración honda casi en el mismo gesto y siguió:

Pasaron los años. Hartos, parece, pues cierto día recibió una llamada telefónica:

-- Aló, ¿Quién?

-- Hola. Soy tu hija.

Unos segundos de silencio se produjeron a ambos lados de la línea telefónica. Él lo rompió primero.

-- Dime.

-- Necesito tu ayuda.

Ella le contó que quería estudiar una carrera profesional y el arancel era alto, que nunca lo había molestado, que su mamá no podía pagar pues el monto era demasiado para los escuálidos ingresos de la mujer, que a la sazón estaba sola, trabajaba en un empleo modesto y hacía esfuerzos indecibles para mantenerlas.

-- Dame tus datos y te depositaré $ … todos los meses ¿te parece?

--¡Ya! --, exclamó. Te lo agradezco.

Lo hizo religiosamente, durante un par de años. De su sueldo separaba la cantidad precisa y la transfería para la hija oculta, de la cual nadie sabía y esperaba que así siguiera siendo.

La calma se rompió cierta noche, cuando escuchó su voz. Le preguntaba si podía ir a su casa, pues quería conocer a sus hermanos (sabía que mi amigo tenía dos hijos)

Un escalofrío recorrió su espina dorsal, pues adivinaba los pasos que se avecinaban: contarle a su familia, recibirla en su casa, alojarla, soportar sus confidencias, resquemores y críticas, su carácter, presumiblemente parecido a su mamá y un sinfín de posibilidades, todas no muy halagüeñas, es cierto.

Pese a estas reservas, aceptó.

Y la hija llegó. Mientras a su hermano menor le causó buena impresión, a la mayor le produjo suspicacias, (¡Ay, la intuición femenina!). Su mujer se mantuvo al margen, tratándola con cortesía distante.

Pasó el fin de semana y regresó la hija a su casa en Santiago.

Un mes después comenzaron a hacerse realidad sus pesadillas, cuando sintió el timbre de su casa: dos oficiales de la PDI pidieron entrar, pues venían a hablarle de un asunto serio.

Se enteró de una demanda por pensión de alimentos, lo debían llevar al cuartel cercano, firmaría un documento y lo dejarían venirse, todo en un dos por tres.

A la semana siguiente, de nuevo el timbre y otra vez los detectives. El mismo trámite. Tres o cuatro veces se repitió el ceremonial.

Pasó una semana sin timbrazos, hasta que recibió una llamada del detective quien le pide que acuda al cuartel a firmar un documento. Allí, le reveló el verdadero motivo:  debía pasar quince días en la cárcel, por su renuencia a pagar.

Allí comenzó otra historia.

(Continuará)

 

No bien nos encontramos con Andrea, después de las consabidas frases de rigor, cómo estás, bien, y tú, todo bien, muchas gracias, que muchas veces no necesitamos decírnoslas, pues intuimos que estamos bien, debe ser porque caminamos por la vida tranquilamente, sin aspavientos ni ambiciones desmedidas, nos miramos, sonreímos, pues sabíamos que después venía la segunda parte del cuento de su amigo, reconozco que quedé en ascuas, nos acomodamos, una cafecito, yo un cigarrillo, mientras ella miraba como queriendo decir dame uno, pero se contuvo.

Si algo caracteriza a Andrea, además de su sensibilidad a flor de piel, me ha contado que es llorona, y no lo digo peyorativamente, es su poder de decisión: dejó de fumar y creo que lo cumplirá; agrego, y este comentario es para mí nomás, se ofende con facilidad, así que debo andar con cuidado no porque pueda perder a mi narradora favorita, que ya es un problema, sino porque ella me importa.

Nada más de preámbulos y proseguiré con la narración:

Mi amigo franqueó los gruesos portones de metal de la cárcel de Limache. Mientras se desnudaba para los cacheos acostumbrados, que no lleves drogas, armas ni nada prohibido, le decía el gendarme de pocos amigos, como si fuera delincuente, su vista se nubló al pensar en su mujer y sus hijos, que habían quedado demudados cuando les contó de los quince días preso por no haber pagado la pensión, te dije que lo hicieras, yo sabía que iba a resultar mal, se mezclaban las recriminaciones de las mujeres mientras su hijo guardaba silencio, tramando quizá qué o solamente pensando que había sido ingenuo al creer en las intenciones de la gente, pucha, era mi media hermana, y ahora mi papá está preso.

Fue conducido a su celda, una habitación pequeña, en penumbras, fría –lo primero que sintió fue el viento helado que lo hizo empequeñecer, como si eso fuera suficiente para capearlo –donde se vislumbraban cuatro camarotes, altos como catedrales. Al acercarse vio que eran de cuatro niveles --¡Dios mío, que no me manden abajo, se dijo, pues estaré a merced de sonidos y olores molestos! --; lo recibió uno de los reos, afable a su modo, quien le preguntó su nombre y por qué estaba allí.

Se sorprendió cuando supo la razón, porque solo había reos rematados en ese cuarto. Pese a que mi amigo no quiso preguntarle el motivo de su encierro (dicen que Juan Segura vivió muchos años), se enteró de la rutina diaria: la levantada a las seis de la mañana, ducha fría diez minutos después de hacer la cama, un té o café hirviente acompañado de un pan batido con margarina, salvo que uno quisiera agregarle una rebanada de mortadela, queso u otro acompañamiento, de los que sus familias les traían o que los trueques les permitían. ¡Ay del que fumara! Debía premunirse a puro tráfico de pertenencias valiosas.

Más tarde, al patio común, donde se mezclaban con todos los internos; algunos iban a los talleres, otros a la pequeña biblioteca, unos pocos al huerto y la mayoría conversaba o jugaba.

A mediodía el rancho, incomible según muchos, pero el hambre acicatea, así que a guardar los escrúpulos y alimentarse. Lo de incomible es solo un prejuicio, porque más de alguna vez almorzaron costillar de cerdo, cazuela y otras delicadezas propias de la mejor cocina hogareña.

A las catorce horas, todos a sus celdas y encierro hasta el día siguiente.

¿El servicio higiénico?

¡Dios mío! La falta de privacidad era escalofriante: sin puertas, una taza de WC saludaba a los habitantes de la celda en la mañana y los despedía en las noches. A la vista de todos debía evacuar su vientre, ajeno a sonidos y aromas, para lo cual algún interno ingenioso ideó quemar papeles de diario a fin de disimular los hedores. Muchas veces debió contener las náuseas y añoró la comodidad de su baño. Nunca más, se decía cada día, un lema que repitió incontables veces.

Una incidencia que bordeó lo peligroso fue cuando quiso alternar con los dos presos silenciosos: presuroso y agitado, su ‘amigo’ le advirtió:

--¡No se te ocurra, wn! Esos están presos por ‘violetas’.

--¿Qué es eso de ‘violetas’ –preguntó ingenuamente?

--Por violadores, amigo. Cualquiera que hable con alguno de ellos queda marcado. Y sufrirá las penas del Infierno. Son lo más detestable de la cárcel.

Los miró disimuladamente y nada de su apariencia lo hizo sospechar. Encerrados en su mutismo, no cruzaban palabras con nadie, hacían sus labores mecánicamente y rehuían las miradas con los otros internos.

Su mujer lo fue a ver una vez: intentó disimular su agobio, pero ella, que lo conocía como –dicen—la palma de su mano, lo consoló diciéndole que quedaba una semana y listo. Que no volviera a pasar, que tomara medidas, que era peligroso estar allí y un largo etcétera que olvidó, aunque la recomendación principal quedaría grabada a fuego en su mente: que no ocurriera nuevamente.

Pasó la semana sin incidentes novedosos, aunque la rutina puede serlo: levantarse, bañarse, desayunar, pasear por el estrecho patio, almorzar y recluirse.

Un desvencijado televisor, en colores y con cable, vaya a saber cómo lo hicieron, les permitía relajarse en las largas y tediosas tardes: teleseries de la televisión chilena, noticias y todo lo que fuera exhibido antes de las 22:00 h, momento en que se apagaban las luces y había que taparse y dormir.

Llegó el siguiente domingo, previo a su liberación. Le pidió a su esposa que no fuera, total, quedaba un día, por lo que la ansiedad hizo que las horas fueran morosas, lentas, empecinadamente lentas.

Recordó lo que su amigo recluso, el que ofició de anfitrión, en un momento de confidencia, le contó que estaba preso por asesinato, que su mujer se hizo muy amiga de un vecino, comerciante, que cuando él se iba a la construcción, se dejaba caer en su casa y disfrutaba de intimidad con ella, que se enteró por las habladurías del barrio (dicen que el último en enterarse es el afectado), no bien lo supo, lo invitó a tomar un trago, comenzó la discusión y le plantó una estocada certera en el corazón y honra lavada, para siempre. Aunque esto le costó 15 años, sin libertad condicional, de los cuales llevaba 12. En tanto, su mujer ya había encontrado un nuevo compañero, otro vecino, pero él había aprendido la lección: ella no merecía un día de los años que debería pasar detrás de las rejas.

Lo otro fue un consejo:

--Cuando salga, amigazo, contrate un abogado particular. Los de la Corporación son recién egresados, le designan uno, se hace cargo del proceso, estudia el caso, presenta un escrito, pasa el tiempo y le cambian el abogado, se hace cargo, lee, presenta y nuevamente lo cambian. Si quiere pasar más tiempo acá, como una puerta giratoria, siga con ellos. Hágame caso.

No pude dormir ese domingo. A medianoche, me fueron a buscar, tomé mis cosas, todos duermen, menos mi amigo, nos abrazamos, le deseó buena suerte, siga mi consejo, que le vaya bien, no vuelva nunca, me pasaron los documentos, las pocas ‘lucas’ que estaban en mi billetera, los cordones de mis zapatos, la correa de mis pantalones, todo lo requisado, puerta abierta y el frío de madrugada. Faltó la pura ‘chuleta en el poto’, pensó, y miró hacia los muros, a la entrada, en medio de la neblina ominosa que sumía la cárcel en una nebulosa de otro mundo, vio un auto, con los focos encendidos, era su cuñado, lo esperaba para llevarlo a su casa. ¡Gracias a Dios!

Un abrazo y a la casa. Lo esperaban su mujer y sus dos hijos, aún despiertos, porque llegaba el papá después de quince días que jamás olvidaría.

Una tacita de té, un batido tostado con margarina y a dormir. Le costó conciliar el sueño, pues su mente repasaba cada acontecimiento, cada día y cada noche de los pasados en la cárcel. Se prometió hacer lo posible para no caer nuevamente. Su ánimo no lo resistiría.

A la mañana siguiente, se despertó primero que todos. El rápido baño, la afeitada, el desayuno frugal y buscó un abogado particular en Google.

Encontró uno de apellido italiano. Le agradó la musicalidad de su apellido, por lo que se dirigió a su oficina, con la premonición de que pondría fin a esta tortura.

No bien llegó, un señor maduro, jovial, lo saludó cordialmente. Lo escuchó atentamente, le preguntó la edad de su hija y se sorprendió al saber que ya era mayor de edad. –Acá hay intención de hacer daño nomás. No hay posibilidad de lograr algo.

Llenó unos documentos, lo hizo firmar y lo citó en una semana para saber el estado del trámite.

Acá me detengo, pues Andrea sabía tanto de Derecho como yo, es decir, nada. Inútiles fueron mis peticiones de detalles, pues ella, con mohínes graciosos y sus acostumbradas miradas al cielo, se desentendía.

La semana de la cita llegó temprano. Había buenas noticias, que el profesional no dudó en compartirle:

--Ya detuve la demanda. Dudo que siga, pues sabe que no tiene opciones.

--¿Cuánto le debo? --, pregunté

--Nada, por ahora. Le propongo un acuerdo: usted es gásfiter y se ve buena persona. Hay algunas cosas pendientes en mi casa, las que me encantaría que las reparara. ¿Le parece?

Animoso por la buena nueva, le respondí afirmativamente.

Solo para que se entretengan, les contaré que alguna vez me invitó a almorzar a su casa, comida italiana, por cierto, me contó de su vida junto a su mujer y a sus cuatro hijos, nos tomamos algunos wiskis y fumamos habanos legítimos. No nos hicimos amigos, pero si compartimos bastante, fruto de nuestra relación comercial.

De mi hija nunca más supe. Ya han pasado cuatro años desde mi estadía en la cárcel. No le guardo rencor, pues supongo que su vida fue difícil, quizá lo sigue siendo, y su mamá debe haber influido en su decisión de enjuiciarme.

De esa época recuerdo muchos entretelones, cada tanto despierto o sueño despierto pensando qué hubiese sido de mi vida si hubiese tomado tal o cuál decisión, aunque no tenga sentido, pues lo pasado pasado es, como dice mi mamá.

¿Por qué no pagué pensión?

De torpe, nomás. E inconsciente. Inmaduro, no lo sé. Probablemente, confundí el rol de pareja con el de padre.

Andrea suspiró largamente. Entornó los ojos y luego me miró con intensidad, como pidiéndome la opinión acerca de la historia, alguna crítica al personaje, al desenlace, qué sé yo. Su típica mirada al cielo y después silencio. Hay veces en que quisiera leer sus pensamientos. No, mejor no. Dejémoslo así.


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