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Este trabajo tiene licencia bajo CC BY-NC-ND 4.0
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Extraída de Google: La voz de la Pampa
Descubre la enigmática historia del
Negro Bueno, un restaurante icónico de San Felipe, cuya leyenda trasciende el
tiempo. Desde sus humildes comienzos hasta su misteriosa desaparición, este
relato te sumerge en la vida de Gaspar, un hombre de carisma y secretos que
dejó una huella imborrable en su comunidad. ¿Qué sucedió realmente con el Negro
Bueno? Adéntrate en esta narración y decide por ti mismo.
Andrea se arrellanó
en su silla, tomó el vaso con su trago preferido, dulce y suave, miró fijamente
al cielo mientras yo aspiraba el humo del cigarrillo y se acordó de mi interés
en saber la historia del Negro Bueno, restaurante sanfelipeño, dedicado a la
comida y bebida, parada imperdible no solo para los locales, sino para todo
visitante.
El local quilpueíno
esta repleto, como de costumbre, dada su popularidad. La música en vivo sonaba
estridente, paseándose por el rock, los tropicales, el reguetón y las baladas.
La verdad, me
advirtió, no me consta todo lo que narraré, pero te la cuento, así como me
llegó.
El negro
Gaspar era conocido en un barrio de Putaendo, San Felipe. Peoneta de oficio, era requerido en cuanta
ocasión de fletes se requiriera, aunque trabajaba de planta con el maestro
González, dueño de una camioneta de reparto de comestibles.
Negro como
el azabache, en una época en que decirlo no era ofensivo, todo el mundo lo
conocía como el negro Gaspar. Negro para arriba, negro para abajo, negro para
todos lados.
Emprendedor,
alguna vez pensó en que no moriría de cargador, por lo que se consiguió algo de
dinero con su cuñado y montó un puestecito de sopaipillas y empanadas fritas.
Se levantaba a las tres de la mañana y codo a codo con su entonces polola,
vecina de su barrio, amasaban y amasaban las deliciosas fritangas, todo para
llevarlas listas al carrito, guardado en un garaje cerca del centro.
Lloviera o
no, solo o acompañado, se paraba debajo de una cornisa y voceaba sus productos.
A mediodía, ya no tenía. Eran tan apetecidos y económicos, que muchos los
destinaban al almuerzo
Andrea se detuvo y
aguzó el oído. El repertorio musical del DJ era variado, pues se paseaba por
los ochenteros, noventeros y reguetoneros, sin escrúpulos, tanta era la variedad de
edades del público que acudía al lugar y la idea era dar en el gusto a todos,
jóvenes y no tanto, amantes de la música rock y de las otras. Los acordes de Love
of my life, de Queen, invadían y penetraban cada espacio del pub,
haciendo que quienes conocían la letra la corearan. Sé que este grupo inglés es
el preferido de mi amiga, por lo que callé, viendo que movía los labios casi
imperceptiblemente (Love of my life/You’ve hurt me/You’ve broken my
heart/And now you leave me/Love of my life, can’t you see? /Bring it back,
bring it back/Don’t take it away from me/Because you don’t know/What it means
to me).
(Amor de mi
vida/Me has lastimado/Me has roto el corazón/Y ahora me dejas/Amor de mi vida,
¿no lo ves? /Tráelo de vuelta, tráelo de vuelta/No me lo quites/Porque no
sabes/Lo que significa para mí)
Terminó el tema y
nuevamente nuestras miradas se cruzaron. Tenía los ojos brillantes (es sensible
mi amiga, llorona, como ella se proclama), imagino porque sabía la traducción,
pero no me animé a preguntarle.
A los pocos
años, el negro Gaspar había juntado algo de dinero, a puro ‘ñeque’, como se
dice en el campo. San Felipe es una ciudad pequeña, pero amante de los sabores
autóctonos, por lo que a las sopaipillas y empanadas debía venir otro proyecto.
Buscó apoyo
económico, el que encontró en su suegro (ya se había casado con la polola de su
vida, la misma que lo acompañaba a amasar cuando era peoneta, oficio que había
dejado).
Arrendó una
casita, pequeña, de dos dormitorios y un comedor grande. Una cocina de tres por
tres le serviría de centro de operaciones. Planificó vender comida casera, de
la que enloquece a los habitantes del pueblo: cazuelas de chancho y vacuno,
charquicán, porotos con riendas, carbonada, pernil con papas cocidas o puré, guatitas
a la italiana (callitos la llaman los puristas), lentejas (de esas que ‘comen
las viejas’ o ‘las comes o las dejas’), polenta con papas, tallarines con
salsa, tomate relleno, en fin, lo que el repertorio culinario dispone como
comidas tradicionales.
Cuando debió
ponerle nombre al localcito, consultó con sus amigos, con su esposa, sus
padres. Uno de sus amigos de infancia le dijo que, si él era negro, lo mejor
era ponerle El Negro Bueno, porque sabía de unos cigarrillos, que fumaba su
abuelo, que llevaban ese nombre singular. También, que había negros buenos y negros
malos y que él era de los mejores.
Acá, Andrea guarda
silencio, respira hondo, toma el vaso y lo empina. No seguirá hasta recobrar el
aliento, pues es tanta la velocidad con que desgrana sus recuerdos que se cansa,
mientras yo debo hacer esfuerzos sobrehumanos para seguirle el paso.
--¿Tienes
buenos amigos?, me pregunta.
--Mmmm. La
verdad, pocos, elegidos (y me puse poco original) con los dedos de una mano.
Sonreí avergonzado.
Antes de
trabajar acá, estuve en otro sitio, dijo.
Y se largó de nuevo.
Tuve una
jefa muy extraña: versera, panfletaria, como dicen por ahí, pues tenía
discursos para todo, que la diversidad, que el sufrimiento de la mujer hace
cincuenta años, que la justicia social, que esto y lo otro. Sin embargo, beneficiaba
a sus amigos o a quienes le ‘compraban’ sus discursillos de mentalidad
solidaria. Se enriquecía silenciosamente, pues tenía propiedades por allá y por
acá, gustaba de vestir y vivir bien, pero hacía creer que vivía con sobriedad.
Uno de mis
amigos sufrió los rigores de su liderazgo, pues se notaba que ella no lo quería,
pese a que al comienzo hubo afinidad profunda entre ellos; después, sin
embargo, él, distante, motivado por algunas de sus ideas peregrinas que solo le
gustaban a ella o a sus compinches, comenzó a sufrir los efectos de su despecho:
no le respondía oportunamente sus consultas, lo perjudicaba en sus decisiones, lo
evaluaba mal hasta que influyó en su despido porque era el mayor de todos.
Alguna vez
se encontraron: ella, incomprensiblemente, se acercó a saludarlo casi
emocionada, pero él la rechazó desde lejos, con ademanes de indignación. Después
me lo contó.
Ambos callaron,
mientras sonaba ‘Corazón roto’: Lo de nosotros fue fuera de lo normal/Tú
dime si me equivoco (tú dime si me equivoco) /Y yo quisiera volver/Pero es que
hice tan poco/No me conviene tampoco/Prefiero morir con el corazón roto.
Nos miramos y
sonreímos. Adiviné qué estaba pensando: ¿Y si ella se había enamorado de él y estaba
dolida por su indiferencia? Todo puede ser.
Hicimos chocar las
copas, alegres por estar juntos, por la confianza y el cariño recíprocos. Es
admirable, pensé.
Prosiguió con su
relato:
No escuchó
más y decidió ponerle ese apelativo al negocito, que fue creciendo cada vez
más, sea por la comida deliciosa, sea por la cantidad de amigos que actuaban
como publicidad gratuita y confiable.
Al igual
que lo que ocurre con las ‘picadas’ de camioneros, su local pasaba lleno.
Ganaba y ganaba dinero, pero no olvidaba sus raíces, sus comienzos difíciles,
por lo que ahorró y le compró una casita a su mujer, se lo merecía.
El negocio
del Negro Bueno seguía prosperando, pero con el tiempo, comenzaron a surgir
rumores en el pueblo. Se decía que el éxito del local no solo se debía a la
excelente comida y la hospitalidad del Negro Bueno, sino a algo más. Unos
hablaban de un misterioso amuleto que el Negro Gaspar guardaba celosamente en
la cocina, un amuleto que, según decían, le traía buena suerte y alejaba la
envidia de sus competidores. Otros, más escépticos, simplemente atribuían su
éxito a su incansable trabajo y carisma.
Un día, sin
embargo, ocurrió algo inesperado. Una noche de viernes, el local estaba lleno
como de costumbre. La música sonaba, y las risas y conversaciones animadas
llenaban el aire. De repente, la luz comenzó a parpadear, y un silencio
inquietante cayó sobre los presentes. Gaspar, que siempre tenía una sonrisa en
el rostro, se puso serio. Sin decir una palabra, se dirigió a la cocina. Unos
minutos después, las luces se estabilizaron y todo volvió a la normalidad, pero
la expresión en el rostro de Gaspar era de preocupación.
Al día
siguiente, el Negro Gaspar desapareció. Nadie sabía dónde había ido, ni por
qué. El local continuó funcionando, pero algo había cambiado. Los clientes
habituales notaban la ausencia del dueño, y aunque la comida seguía siendo
excelente, el ambiente no era el mismo.
Pasaron
semanas, y los rumores en el pueblo crecieron. Algunos decían que Gaspar había
encontrado algo en la cocina esa noche, algo que no podía explicar y que lo
había asustado tanto que decidió abandonar todo. Otros creían que simplemente
había decidido retirarse, cansado del ajetreo diario. Pero la verdad es que
nadie lo sabía con certeza.
Un día,
muchos años después, un hombre mayor apareció en el pueblo. Vestía ropa
sencilla, y su rostro estaba marcado por las arrugas de la experiencia. Los más
viejos del lugar lo reconocieron de inmediato: era el Negro Gaspar, aunque más
delgado y cansado que antes. Se sentó a una de las mesas del local, pidió un
plato de cazuela y una copa de vino, y observó en silencio mientras el negocio
que había construido seguía funcionando sin él.
Nadie se
atrevió a preguntarle dónde había estado, y Gaspar tampoco ofreció
explicaciones. Terminó su comida, dejó un generoso pago sobre la mesa, y se
levantó para irse. Justo antes de cruzar la puerta, se volvió hacia la cocina y
murmuró algo en voz baja, como si hablara con alguien que solo él podía ver.
Luego, salió del local, y esa fue la última vez que se le vio.
El misterio
del Negro Bueno se convirtió en leyenda en San Felipe, y su local, aunque ahora
bajo una nueva administración, sigue siendo un punto de referencia en el
pueblo, con la historia de su fundador contada una y otra vez, cada vez con más
detalles y especulaciones. Algunos dicen que, en noches particularmente
ocupadas, cuando la música suena y las risas llenan el aire, se puede ver una
sombra en la cocina, observando todo desde la distancia, asegurándose de que el
legado del Negro Bueno continúe vivo.
Andrea terminó su
relato y me miró fijamente, esperando mi reacción. Si no fuera porque estaba
lleno el local, le dije, me habría puesto de pie y aplaudido, porque sus
historias eran cautivadoras. Hazlo, me desafió sonriendo.
No me atreví. A
veces, soy solo de bravatas, máxime con ella.
Comentarios
Es una historia entrañable, que ante todo hace hincapié en que la perseverancia y el esfuerzo pueden con todo... hasta con un jefe desaconsejable.
Un muy buen escrito. Gracias por compartirlo.
Nota: me encanta que te sigas pasando por mi blog y que dejes tus comentarios.
Saludos cordiales