Él vestía un buzo azul marino, ajustado, aunque lo llevaba casi colgando debajo de la cintura. Un polerón ancho disfrazaba su escasez de carnes, flaco, en verdad. En la mano derecha llevaba un gorro con visera que coronaría su cabeza; su corte de pelo lo asemejaba a un gallo con su cresta pilosa que asomaba cual faro en medio de su escuálida humanidad. Era imposible no fijarse en sus zapatillas de azul eléctrico, ostentosas, como diciendo ‘aquí estoy’, media caña, en la que apenas asomaban los calcetines cortos, que dejaban al desnudo sus secas pantorrillas. Su caminar era de los típicos ‘choros’, en un balanceo rítmico predecible, con el que advertía silenciosamente ‘cuidado conmigo, soy brígido’. A su lado, más pequeña, una rubia – teñida de un amarillo escandaloso – de bonita figura y ropa ceñida, arrastraba a una niña – hija de ambos por el tenor del diálogo – de escasos 3 años. Los jóvenes no superaban los 22 años; más parecían estudiantes de compras, aunque sin un
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