Se reunían cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los cerros porteños. De a poco comenzaban a llegar los primeros que terminaban de tomar once: pan con margarina y un té dulce, a veces huevo con tomate o cebolla, todo revuelto con una pizca de ajo, comino, pimienta, dependiendo del gusto. Los más encopetados disfrutaban del dulce de membrillo, la mermelada o el manjar e hinchaban el pecho cuando les preguntaban ¿qué comiste? La mortadela en ocasiones especiales hacía su aparición, mientras el jamón era desconocido en esos lares, casi tanto como el queso. Es que la vida era difícil en los cerros. Escasamente alcanzaba para ‘parar la olla’, pues las bocas en todo hogar modesto son muchas. La Cantata Santa María de Iquique recuerda, si no me equivoco, que el mal de la mujer pobre es el útero prolífico, pues los hijos se suceden con una rapidez pasmosa y el control de la natalidad es pura poesía del Olimpo para ella. Ni siquiera sabe
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